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Un testigo procaz

Tengo dicho más de una vez que, por lo común, cuando la gente corriente tiene que comparecer, por el motivo que sea, ante un Tribunal, suele hacerlo cohibida, recelosa y a las veces presa de un pánico reverencial. Es explicable que así sea, sobre todo, si se trata de aquellas personas para las que estos trances representan un hito en su vida, que siempre estuvo a salvo de avatares que tuvieran que ver con la Justicia. Los que nos hemos movido mucho por el mundo del foro, algo sabemos de esto.

Pero, naturalmente, no faltan los personajes atrevidos, y desvergonzados que olvidan el respeto debido no sólo a los Tribunales, sino a todo semejante. Más de un caso he conocido en el que un juez, ante una agresión al principio de autoridad, ha preferido actuar con exquisita prudencia y zanjar el lance sin más consecuencias.

La disquisición que precede viene al hilo del episodio que será hoy tema de esta página. Ocurrió en el Juzgado de un pueblo de los que dependen de nuestra Audiencia Provincial, y todo tuvo su origen en una pendencia entre dos ariscadas vecinas.

Era así, en efecto, que en una casa de dos plantas habitaban dos familias, con la lógica independencia, excepto en lo referido a la azotea del edificio, que era de uso común. Mayormente, este espacio era destinado a cubrir la necesidad doméstica de tender la ropa para que se oreara y secara.

La Madre Naturaleza había distribuido sus dones de forma desigual entre las dos mujeres a las que correspondía manejar el timón de aquellas viviendas. Mientras una era alta, corpulenta, de generosas y fofas carnes, la otra era enteca y de tan menguada talla que alguien sin escrúpulos la podía tildar de enana. Por razones que se escapan al conocimiento de los que no distaban mucho de ser cordiales; antes bien, existía una declaración tácita de guerra, en la que se empleaban armas verbales de grueso calibre y algún que otro ardid lacerante.

Tal fue el que urdió la vecina grande y gorda. A fin de crear una dificultad insalvable a la otra, colocó el tendedero a considerable altura, de suerte que la bajita del cuerpo no alcanzara a colgar su ropa una vez que la lavadora había completado su labor aséptica. Esto producía el natural enojo de la perjudicada, que sólo alcanzaba a provocar la hilaridad de la otra. Para evitar males mayores, y no queriendo dar entrada en la querella a los hombres, más resolutivos, la señora pequeña ingenió valerse de una rústica banqueta, sobre la que se subía, consiguiendo así exponer sus prendas a la benéfica acción del sol y del aire.

Más la oronda no se resignaba a ver cómo su contrincante obviaba las consecuencias de su treta, por lo que, en cuanto se le ofrecía ocasión propicia, escondía la banqueta, impidiendo de esta manera a la que era de corta estatura la labor casera de tender su ropa. Hasta que un día a la pequeña se le agotó la paciencia, y resolvió la cuestión por la vía expeditiva de atizarle un banquetazo a la gorda, que si plantea la hipótesis de que le hubiera alcanzado el colodrillo, probablemente hubiera obligado a sus deudos a buscar apresuradamente la póliza y el último recibo de “El Ocaso”.

El violento episodio dio lugar a un juicio de faltas. Ante el juez, ambas antagonistas ofrecieron su versión de los hechos, naturalmente contradictorias, imputándose mutuamente la responsabilidad de lo ocurrido. Después de escucharlas, S.Sª preguntó si aportaban algún medio de prueba. Una de ellas propuso un testigo, quien, llamado por el agente, pasó a la Sala.

El testigo en cuestión era de condición nada dudosa, según lo pregonaban su vestimenta, su voz, sus gestos y sus ademanes. Lucía, en efecto, una camisa de llamativos colores que se anudaba en la cintura sobre un ceñido pantalón; los tacones de sus zapatos aumentaban medio palmo su estatura real; sus orejas se adornaban con unos ostentosos perendengues y sobre su pecho reposaba un discreto floripondio. Toda su persona, en fin, delataba su pertenencia a un “colectivo” hoy muy de moda.

El juez tras inquirir sus circunstancias personales, le indicó:

– Diga usted lo que sepa sobre lo ocurrido entre estas dos mujeres.

– Pues mire usted, lo que yo sé sobre estas dos mujeres es que una es una asquerosa y la otra una guarra.

El juzgador, con gesto grave y tono admonitorio, le conminó:

– Absténgase de ofender a nadie y trate con respeto a las personas.

El efebo, como si él ofendido fuera él, se le encaró:

­– Si empezamos con quejas, ¿sabe lo qué le digo? Que ya estoy yo en mi casa y que se queda usted sin testigo como yo me quedé sin abuela.

Y, en así diciendo, dio media vuelta y se dirigió a la puerta de la Sala con un suave balanceo de caderas. Pero antes de salir, se volvió hacia el juez y le espetó:

– Y además le digo otra cosa. ¡Qué usted es muy feo!

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