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Un Procurador en peligro

Siempre he sido hombre de primavera hacia arriba. Quiero decir, y digo, que, de entre todas las estaciones en que se divide el año, mi predilecta es el verano. Ya sé que el calor -la calor- propio de nuestra tierra, nos agobia sobremanera; pero la visión del cielo azul, sin mácula su paño de cristal, me enciende las candelas del alma y me enardece los sentimientos; por eso soy un enamorado del verano.

Pero he de reconocer, no sin dolor, que el verano no corresponde con lealtad a mis fervores. Y es que todos los años me arranca un racimo de compañeros muy queridos. En la época en que más poderoso es el sol sobre el alto cielo y más remolonean las sombras para tejer el oscuro velo de la noche, es cuando me llega el aviso de que otro compañero ha emprendido el camino de la ausencia definitiva (también tú te fuiste en busca de la luz un día de un verano todavía cercano, querido Luis Martínez Martí, siempre en mi memoria y en la cima de mis afectos).

Y siempre estas noticias me sorprenden fuera de nuestra ciudad, en la vecindad del mar, al arrullo de sus suspiros de espuma y de sal. Y la pena se me enrosca al alma cada día que deja un nuevo hueco en la nómina de mis amigos y compañeros, abogados y procuradores. El verano recién terminado ha sido especialmente cruel en esta dolorosa labor, pues que se ha llevado a Alejandro, a Pepín, a Ambrosio, a Eulalio y a Jacinto, todos ellos con un lugar en mi corazón.

Para todos tengo una oración y un recuerdo , pero como a esta página la inspira el animus iocandi, acaso aquí el homenaje más adecuado sea traer a colación un jocoso episodio protagonizado por uno de ellos. Y, si se me pone en tal trance, tengo que decidirme por elegir a Jacinto, una de las personas con más sutil y aquilatado sentido del humor que he conocido, lo que desmentía el aire pretendidamente grave que envolvía a su persona. Está claro que de esta forma, y por una vez, quebranto la norma autoimpuesta que me veda citar nombres propios en esta colectánea de sucedidos forenses, pero estoy seguro de que Jacinto, de suyo tan condescendiente y benévolo, no me lo habría reprochado.

Su vida, como la de todos, sufrió desasosiegos, pero nunca incumplió una consigna que tenía como grabada en la frente y a la que siempre permaneció fiel: “Haz el humor y no mires a quién”. Así me lo confesó en una ocasión.

En momentos solemnes o embarazosos surgía la chispa de su ingenio. Sin duda serán muchos los compañeros que recordarán -por lo que se comentó- el día en que otro procurador, tan corto de talla como largo de gracia y simpatía, al que sus amigos y colegas llamaban cariñosamente el “Mini”, que por desgracia tampoco está ya entre nosotros, se lamentaba, harto dolorido, de la mala partida que alguien le había jugado. Pese a su carácter siempre jovial, aquella mañana estaba totalmente enfurecido; tanto, que Jacinto, con toda naturalidad, le dijo:

-Comprendo que estés desesperado; si quieres, te puedo facilitar un bonsai para que te ahorques…

Pero lo que quiero referir hoy es otra cosa. Verán. Sabido es de todos los profesionales que en la práctica forense hay dos diligencias de las que los abogados siempre se han escaqueado: el lanzamiento en los desahucios y los embargos. Estas actuaciones procesales nunca son gratas, y las mismas se llevan a cabo con la sola asistencia del procurador.

Un día, habiéndose de practicar la diligencia de embargo en una finca de campo, a ella se desplazó la comisión judicial, compuesta por el secretario del Juzgado, un oficial y el agente, amén de Jacinto, como procurador de la parte ejecutante. Llegados al lugar, descendieron del vehículo que los trasladó, y se adentraron por un senderillo que llevaba al caserío. Pero he aquí que apenas iniciado el acceso, apareció, como surgido de las entrañas de la tierra, un perro de considerable tamaño y de feroz expresión, por cuyas abiertas fauces asomaban unos brillantes y puntiagudos dientes; como sus estridentes ladridos, que estremecieron a los arbustos y provocaron temblores en los pájaros que anidaban en la alta arboleda, tenían poco de amistosa bienvenida, los comisionados, víctimas de irrefrenable pavor, y a modo de tácito consenso, se dispersaron en frenética huida, en dirección a los distintos puntos de la rosa de los vientos. Nadie hubiera sospechado la velocidad que eran capaces de desarrollar aquellos curiales de vida más bien sedentaria y ajena a la práctica del deporte. El agresivo can, sin que se pueda determinar el motivo de su elección, optó por perseguir al bueno de Jacinto, a quien la longitud de sus piernas le permitía avanzar a grandes zancadas.

En plena carrera se hallaban, cuando a la puerta del caserío asomó un honrado labriego que, deseoso de ayudar a nuestro amigo, le gritó:

-¡No corra usted, que no pasa nada, que el perro está capao!

Esta información no llevó alivio alguno al ánimo de Jacinto, que con el cánido casi pisándole ya los calcañares, informó a su vez al rústico de cuál era su verdadera preocupación:

-¡Si yo no temo que me viole! ¡Lo que temo es que me muerda!…

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