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Un catalán en la génesis del Código Civil

Hace ya mucho tiempo que vengo siguiendo, más o menos de lejos, las vicisitudes y discusiones que se han trabado en Cataluña y que empezaron por la exclusividad de la lengua castellana, en los tiempos de la Dictadura, la coexistencia después y van camino de su marginación (si es que ya no la han conseguido).

A veces he tenido que protestar por la utilización del catalán ante una mayoría de castellano parlantes o apagar la TV cuando los políticos catalanes se empeñan en que no entendamos una palabra.

Ya me llamó la atención -hace más de veinte años- el art. 9° del Decreto 362/1983 de 30 de agosto, propugnando la “extensión progresiva de la lengua catalana como lengua de enseñanza a partir del ciclo medio de E.G.B…“, cuya constitucionalidad mantuvo la Sentencia de la Sala 3ª del Tribunal Supremo de 13 de julio de 1995, con criterios que -con todos mis respetos para el Alto Tribunal- no comparto.

Hace pocos meses, pude lamentar personalmente las consecuencias, cuando tuve serias dificultades para entender a los hijos de un amigo entrañable que se marchó a Cataluña, a finales de los ochenta, en busca de mejor fortuna. Yo hubiera deseado para ellos el enriquecimiento de dominar dos lenguas tan ricas y cultas, sin tener que, prácticamente, renunciar a la materna. Igual pero al revés que tenían que hacer los catalanes hasta hace treinta años.

Desde luego, la única ley plenamente vigente en España es la del péndulo.

Posteriormente parecieron dar un sesgo positivo unos comentarios de Pasqual Maragall que leí en El País de 30 de Agosto de 2002: “España ha pasado un sarampión de 20 años después de 40 de dictadura y hemos recuperado la hegemonía de la pluralidad, ahora sólo queda que el Estado promueva la vigencia de las lenguas constitucionales y las autonomías reconozcan que el castellano es un patrimonio común y el gran vehículo que nos puede hacer grandes en el mundo…” (De donde subrayo lo que promueve mi optimismo, deseo suponer que no infundado, pensando que las aguas siempre vuelven a su cauce natural).

Pero después se han venido a enrarecer nuevamente aquellos aires. Especialmente cuando ha llegado a sonrojamos un político catalán tratando con ET A para conseguir una especie de salvoconducto sólo para sus paisanos.

En fin, cualquiera sabe en qué parará esto.

Todas estas aguas, a veces revueltas, incluso cenagosas, -que, quiero pensar, vayan asentándose hasta volverse claras- me traen a la memoria una anécdota de la que me creo el único depositario. y no quisiera que conmigo se fuera al olvido, por lo que intentaré narrarla tal cual la conozco por tradición familiar.

Mi abuelo materno, D. Francisco Torres de Navarra y Jiménez de Villavicencio, tan pronto como terminó la carrera de Derecho en la Facultad de Granada, consiguió por las amistades de su padre poder trasladarse de su Málaga natal a Barcelona y entrar como pasante en el prestigioso bufete de D. Manuel Durán y Vas. Debía ser allá por el año de 1886.

D. Manuel era a un tiempo heredero y fermento del más puro y bien entendido catalanismo. Un magnífico Abogado con una profunda formación jurídica y humanista y estupendas dotes dialogantes y conciliadoras, que ya había tenido ocasión de aportar desempeñado brillantemente cometidos de altura, cuya enumeración eludo al no ser imprescindibles al objeto de esta narración.

Con tales títulos y su bien ganada fama de hombre honesto y veraz, fue justamente designado para formar parte de la Comisión Codificadora que, entre otras importantísimas tareas legislativas, acometía por aquél entonces la redacción de nuestro Código Civil, “verdadero monumento jurídico-literario” como se lo oí definir en cierta ocasión a D. Alfonso de Cossío, con su proverbial y exquisita fineza jurídica, y digo esto, porque de la riqueza literaria de nuestro amado y vetusto Código va la cosa.

Las dificultades, lentitud e incomodidad de los medios de transporte de la época y la misma estructura de las sesiones, que se prolongaban durante meses, retenían a D. Manuel Durán y Vas en la Villa y Corte más tiempo del que él hubiera deseado y, por supuesto, del que convenía a la marcha de su magnífico despacho que se veía forzado a dejar en manos de sus colaboradores y pasantes.

En una ocasión en que, al concluir una tanda de sesiones de la Comisión Codificadora, volvió a Barcelona, cada uno de sus adláteres le esperaba con un montón de legajos sin saber por dónde meterles mano.

Pero, cuando entró en su estudio mi abuelo Francisco, se encontró a Don Manuel cómodamente retrepado en un sillón y leyendo plácidamente el Quijote.

Al maestro, que debía ser un lince, no se le pasó por alto la expresión de extrañeza de su pasante, y adivinó su pensamiento (“hombre, estamos reventando de trabajo y Vd. leyendo tan a gusto una novela”). Por eso, en cuanto terminó la consulta de su alumno, le dijo con cierta cachaza:

«Mira, Paquito, dentro de poco debo volver a Madrid. Tu sabes que yo soy catalán, hablo en catalán, pienso y siento en catalán. Estoy precisamente en la Comisión Codificadora para que el Código Civil’ no salga incompatible con nuestros fueros y “usatges”.

Pero ese Código, en su mayor parte, ha de regir para todos los españoles y por eso debe redactarse en el mejor, más claro y puro castellano… Así que yo estoy puliendo el mío, para que no se me escape algún giro catalán mal traducido…

Y… para aprender castellano, desde luego, Cervantes».

Prefiero no comentar tan profundo respeto y tan alto sentido de la convivencia. Quien tenga oídos para oír, que oiga.

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