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Tiempo de Justicia

A mi maestro, Alfonso Cano, inspirador

de este relato y de mi profesión de Abogado.

Con agradecimiento.

I. UNA VISITA INQUIETANTE

La mañana se desperezaba plácidamente fresca. El verano estrenaba bonancible sus primeras jornadas en aquella bella zona campestre, bucólica por momentos, que parecía vivir ajena al horror que se había desatado a su alrededor en los últimos años. Era un lugar apartado, casi irreal. En la terraza de su pequeña casita rural, Karl Ruber apuraba unas jornadas de descanso junto a su familia. Eran tiempos complicados donde no era fácil encontrar lugares tan tranquilos. Parecía un mal sueño del que habían despertado hace ya más de un año. ¡Cómo pasa el tiempo! ¡Un año ya! Con el suicidio de Hitler los acontecimientos se desbordaron y los vencedores invadieron Alemania por todas partes. Aún recordaba contemplar desde los ventanales de su despacho en la Friedrichstrasse de Berlín, el desfile de las tropas soviéticas invadiendo la ciudad y acabando con los últimos rescoldos de resistencia germana.

Karl era letrado del Tribunal Central de Berlín. Los años de la guerra los había pasado en el despacho resolviendo los asuntos que en esos tiempos se suscitaban entre la escasa población civil que quedaba en la retaguardia. Una vieja afección infantil le había dejado secuelas irreversibles que (afortunadamente para él) le hacían no apto para el servicio en el frente. Siempre pensó que resulta curioso que un régimen liderado por un declarado inútil para la guerra, siguiera los mismos parámetros de selección de la tropa que los que impidieron a su líder cursar la carrera militar. No obstante Karl nunca se había considerado una persona “de batalla”, por lo que no le pareció mal seguir con su labor en su despacho berlinés. Además siempre había visto con mezcla de escepticismo y rechazo el irresistible ascenso y catarsis del nuevo Führer. No se encontraba desde luego entre los adeptos de la nueva religión nacional, pero tampoco se dedicó a combatirla frontalmente. Simplemente, como muchos alemanes, le asombraba ver a toda una nación arrastrada al desastre por la megalomanía de un líder político.

En estos días de descanso en su casita de madera de la Selva Negra, en un encantador pueblecito cerca del lago Feldsee, milagrosamente sustraído al horror generalizado que había vivido toda Europa en esos años y que parecía sacado de un reino mágico de cuento, Karl estudiaba diversa documentación legal. Con los nuevos gobiernos provisionales, influenciados por las potencias vencedoras, la legislación iba cambiando y había que ponerse al día de la nueva situación y dar respuesta a las consultas de sus clientes que debían adecuarse a la nueva realidad jurídica.

Mientras estaba sumido en su tarea ante una taza de espeso chocolate, el timbre de la bicicleta del cartero le sacó de sus cavilaciones. No era extraño ver acercarse al siempre amable Hans, el cartero del pueblo cercano y eficiente regente de una expendeduría de tabaco. Lo extraño era que se acercara directamente a entregarle el correo cuando solía dejarlo a la encargada de la cocina, no tanto por no molestar al dueño de la casa, sino más bien por propiciar un acercamiento galante a Hilda la elegante cocinera que atendía las labores de la casa y que recibía del repartidor, además del correo, solícitos piropos.

Hans se apeó de la bicicleta y recogió de la cesta un sobre amarillo con la mano derecha a la vez que con la izquierda se despojaba de la gorra que le protegía del incipiente sol de la mañana.

– Buenos días, Her Ruber. Parece que el día amanece fresco. ¿Conoce las nuevas noticias de Berlín? Los rusos ganan la partida y se van a quedar con gran parte de la ciudad. Vamos, ¡el acabose!

Karl le tendió la mano para tranquilizarle y respondió:

– Querido amigo Hans, no crea usted todo lo que se comenta. Todavía queda mucho para que se aclare esa cuestión, y desde luego no creo que los americanos e ingleses le dejen vía libre a los rusos. Pero en fin, quienes no vamos a salir bien parados somos nosotros, desde luego. ¿Qué le trae por aquí? ¿Se ha peleado con Hilda? Le dijo cómplice guiñándole un ojo.

– No, no que va. Ahora la veré, si a usted no le importuna. Pero ha llegado un cable de Berlín, urgente y supuse que podría serle de interés, por lo que pensé hacérselo llegar pronto.

Le alargó el sobre amarillo que traía mientras volvía sobre sus pasos para recoger su bicicleta.

– Si no necesita nada más, salude a su señora de mi parte, Her Ruber.

Y tomó el borde de la casa para dirigirse a la parte posterior en busca de la cocinera, mientras silbaba una melodía para anunciar su presencia y dar pie al comentario picante que traía ensayado para hoy. Karl abrió el sobre y encontró un unas breves líneas.

Her Ruber: Me permito anunciarle mi visita para la tarde de hoy. Espero pueda recibirme pues se trata de un tema delicado. Afecta a Su Señoría. Llegaré en el tren de las 15,30 h. Firmado: Ernst Hrubresh.

Karl cerró el sobre sin alcanzar a comprender el sentido del mismo. ¿Ernst Hrubresh de visita? ¿De pronto y sin más? Era algo insólito. No solo porque le pareciera una grosera forma de interrumpir unos días de descanso en compañía de su familia por parte de alguien extraño, sino porque el personaje en cuestión no era de su cercano circulo de amistades.

Ernst Hrubresh, delgado, enjuto, parapetado siempre tras unas pequeñas gafas metálicas, parecía que únicamente tuviera nada más que medio cuerpo, pues siempre estaba sentado tras el estrado, y jamás le había visto fuera de la sala de vistas. Era el asistente-secretario del Juzgado Central número 9 de Berlín. Perfecto servidor del titular del mismo, el Juez por excelencia de la ciudad, cuyo nombre se había borrado para todos para ser conocido únicamente como “Su Señoría”. Era el Juez sobre todo Juez. La referencia, una institución. Y Hrubresh era su perfecto ayudante. Servicial, solícito y atento a las necesidades de tan singular personaje. Si Su Señoría necesitaba una sentencia para una cita doctrinal, el auxiliar le facilitaba con prestancia el documento exigido, o el dato solicitado. Era sus manos y sus pies, era la extensión natural de un gran personaje, que se había ganado el respeto de todos, aunque tuviera decisiones más que cuestionables en determinados asuntos.

Pero la relación con este señor no había pasado de lo meramente profesional. Saludo cortés en la sala de audiencia, discusiones jurídicas sobre los asuntos en trámite y algún que otro encuentro en la antesala del despacho de Su Señoría, antes de realizar una consulta o comentar alguna cuestión que precisaba de una urgente respuesta.

La inquietud por tan extraña visita le acompañó hasta que escuchó en la lejanía la campana que anunciaba la hora de llegada del tren. Pasado un buen rato, un coche se detuvo frente a la casa y de él bajó el asistente. Vestía un traje de verano blanco, con una camisa en color hueso y una ajada corbata negra que acentuaba su severidad. Se dirigió a la casa y tras anunciar su nombre pasó a la biblioteca de la planta baja. La habitación, que hacía las veces de sala de estar, biblioteca y lugar de atención a las visitas era una luminosa estancia tras cuyos ventanales la Selva Negra lucía en todo su esplendor.

Karl no se hizo esperar y saludó al recién llegado con un apretón de manos, que detuvo en su intensidad al comprobar la escasa fuerza del personaje en cuestión.

– Bienvenido Her Hrubresh, no le negaré que me asombra su visita, lo que no me impide decirle que espero se sienta como en su casa.

– Muy amable, Her Ruber, pero si la cuestión que me trae no fuera lo suficientemente grave, no le habría importunado, y más en sus días de descanso.

– Usted dirá, pero en breves días vuelvo a Berlín y podríamos haber tratado la cuestión allí.

– Es que es de suma urgencia. ¿No conoce las últimas noticias? Como sabrá se han producido masivas detenciones en los últimos meses…

– Sí, lo sé, dijo Karl, y la verdad que se ha desatado una verdadera caza de brujas. Ahora la gente trata de demostrar su desapego al régimen y la mejor forma de congraciarse con el vencedor es la denuncia y la colaboración. No les culpo, la mala conciencia hay que lavarla de una forma u otra.

– Ya, espetó el secretario. Pero es que hace dos semanas entraron soldados en el Juzgado y detuvieron a Su Señoría…

– Karl alzó las cejas asombrado y observó una gran desazón en el rostro de su interlocutor, el cual cruzaba sus temblorosas manos sobre las rodillas.

– Llegaron soldados soviéticos y se lo llevaron. Está en un centro de internamiento en Potsdam. Pero lo peor no es eso…

– Hable, Ernst, diga.

– Sabrá usted que se ha constituido por parte de las potencias vencedoras un tribunal penal para enjuiciar lo que denominan “crímenes de guerra” o “crímenes contra la humanidad”. Se están celebrando ahora en Nuremberg.

– Lo sé Ernst. ¿No le parece paradójico? La “ciudad escaparate” del nacional socialismo va a servir de escenario para enjuiciar a sus cabecillas y usted sabe de más lo que pienso de todo lo que ha pasado, que no me extraña y que alguien ha de pagar la factura de este despropósito. Pero ¿qué tiene que ver Su Señoría con esto? Él no era cabecilla político ni siquiera perteneció al partido.

– Sí pero se han constituido diversos tribunales. Cuando finalice el procedimiento iniciado contra los jerarcas nazis, se van a enjuiciar a todos los niveles: políticos, técnicos, funcionarios, médicos y… jurídicos. Se les acusa de aplicar leyes injustamente aprobadas por los nazis y de servir de apoyo al aparato represor nacional socialista.

Karl entrecruzó sus brazos. Le pareció descortés decirle a su invitado que eso que le contaba se veía venir. En ese instante recordó no pocas conversaciones habidas con Su Señoría en presencia del Secretario, sobre la aplicación a ultranza por los jueces de la normativa nazi. Cuando el Reichstag aprobó (con la ausencia de diputados hostiles que fueron secuestrados y deportados a campos de concentración) una ley habilitante conocida como “Ley para la Protección del Pueblo y el Estado”, se marcó el verdadero momento en el que los nazis se hicieron con el control político. Dicha ley consagraba que las leyes del Reich podrían ser aprobadas sin necesidad de respetar la Constitución vigente. De ahí se pasó a la purga de funcionarios según principios raciales y políticos y su sustitución por miembros del Partido y partidarios. Esta purga fue llevada a cabo por medio de una serie de leyes nazis y decretos, como la “Ley para la Restauración de la Administración Pública” que aplicaba las teorías nazis de la sangre y la raza al indicar que se apartaría de su cargo a los funcionarios que no fueran de ascendencia aria. El efecto de esta ley y de los decretos y regulaciones elaboradas posteriormente fue el ocupar toda posición de responsabilidad en el gobierno con nazis y evitar el nombramiento de cualquier aspirante opuesto, o del que se sospechara que se opusiera, al programa y la política del Partido.

Ni siquiera el estamento judicial escapó a la purga iniciada. Todos los jueces que no satisfacían los requisitos raciales y políticos marcadas en las normas fueron rápidamente apartados de su cargo. Además, se creó un nuevo sistema de tribunales especiales, independientes del poder judicial regular y sometidos directamente al programa del Partido. Los jueces eran controlados por medio de directivas y órdenes especiales del gobierno central, siendo su objetivo, según uno de los principales letrados nazis de entonces, “convertir la palabra ‘atemorizar’ en el código penal de nuevo en algo respetable”.

Muchas veces había discutido con Su Señoría la moralidad en la aplicación de tales leyes. La discusión radicaba en que si la Justicia debía tamizar el Derecho que aplicaba. Su Señoría defendía que la Justicia debía ser ciega y no debía mirar más allá de la bondad o no del Derecho, sino proceder a su aplicación igualitaria a todos los hombres. Recordaba el caso de un hombre separado de su labor de funcionario por la aplicación de tales leyes, y que había conmovido a Karl. Habló acaloradamente, pero sin perder el respeto, con Su Señoría, el cual se amparaba en que un Juez no podía saltarse la ley por muy mal que le pareciera. Ruber le insistía en el principio de que la ley sirve al hombre y no al revés, pero Su Señoría invocaba la tradición jurídica alemana de que la ley es lo único justo y objetivo para organizar eficazmente la convivencia humana.

– Su Señoría le necesita, le reiteró Hrubresh rozando la súplica desesperanzada.

– ¿A mí? ¿Para qué?

– Me ha enviado un mensaje a través de un conocido, y me ha pedido que lo buscara, quiere que lo represente en el Juicio. Lo van a trasladar a una prisión cercana a Nuremberg a finales de esta semana.

– Pero ustedes saben lo que he pensado y defendido en estos años, saben que me he opuesto frontalmente a la aplicación de esas normas y me ha llevado a no pocas discusiones con Su Señoría y con mis compañeros. Ahora no se me puede pedir esto. Ahora no.

– Pero Su Señoría sabe que es usted un hombre justo, y un jurista que entiende su punto de vista. No en vano han discutido la cuestión muchas veces, y con gran brillantez por parte de ambos. Usted sabe cuáles fueron sus motivos y Su Señoría cree que sabrá exponerlos y defenderlos.

– ¿Defender algo en lo que no creo?

– Usted sabe bien que Su Señoría no ha sido nunca un simpatizante nazi, ni ha secundado las consignas emanadas del Ministerio de Justicia. Sabe que ha tenido no pocos problemas con los nazis a los que mantuvo a raya de puertas para adentro del Juzgado, en lo que se podía, lo que le granjeó graves problemas y múltiples enemigos. Usted sabe que se le puede acusar de muchas cosas, pero no de nazi…

Karl no respondió. No deseaba ver lo que tenía delante, pero lo tenía. El asistente se levantó consultando su reloj de bolsillo y añadió:

– Her Ruber, en sus manos lo dejo. Tenemos hasta mediados de julio para designar representación legal. De lo contrario asignarán una de oficio, y la cosa no pinta nada bien. Su Señoría confía en usted y en que sabrá ver más allá. Ruego nos facilite una respuesta en un sentido u otro a su regreso a Berlín. Estaré en el Juzgado. Gracias por su tiempo y mis disculpas por haberle asaltado en su descanso.

Cuando el secretario abandonaba la sala, se cruzó con Frida, la esposa de Karl. Ella se vio sorprendida porque su marido tuviera una visita, cuestión que no le había comentado en el almuerzo, aunque comprendió porqué había estado tan callado. Frida saludó cortésmente al secretario mientras su marido le presentaba.

– Querida te presento a Her Hrubresh, Secretario del Juzgado Central 9 de Berlín. Ha venido a visitarnos.

– Sí pero ya me marcho, Frau Ruber, contestó con corrección el auxiliar, mientras besaba la mano de Frida. Lamento haber robado descanso a su marido. Vuelvo ya a Berlín, que está extrañamente caluroso en estos días. Encantado de conocerla.

Mientras abandonaba la casa Karl observaba a través del ventanal el camino por el que circulaba el coche que devolvía a Ernst Hrubresh al tren y a su Juzgado. Definitivamente era una persona peculiar, que fuera del contexto del Juzgado se encontraba realmente incómodo. Pero más incomodo había dejado a Karl, que despachó la curiosidad de su esposa con un escueto, “pasaba por aquí y ha venido a saludarme, querida”. Karl no podía quitarse de la cabeza a Su Señoría, un ya venerable anciano de cabello cano y pobladas cejas, sentado en su celda del campo de internamiento de Potsdam, esperando ser trasladado y juzgado.

II. EL DILEMA

Los días siguientes a la visita fueron de desazón. Karl intentaba centrarse en el trabajo que se había llevado pero miraba los papeles sin mirarlos, consultaba los códigos sin consultarlos, intentaba pensar sin centrarse. De fondo en su cabeza la presencia del juez esperando una respuesta le martilleaba incesante. Realmente no sabía qué hacer. Y no había tiempo.

Su esposa tampoco le había ayudado. Cuando conoció el verdadero motivo de la visita inesperada, una mirada heladora se apoderó de sus intensos ojos azules. Frida sabía bien lo que podría significar intervenir en el juicio. Conocía la presión popular antinazi que se había desatado por las calles: unos para saldar deudas pendientes durante los años del horror, y otros para congraciarse con el nuevo poder y marcar distancia con el régimen del fenecido Führer. Sabía que de implicarse en esa defensa la presión iba a ser importante y que había poco que ganar en una situación así. Le recordó a su marido la situación de la familia de Oliver Riedle, famoso letrado que había asumido la defensa de uno de los más importantes jerarcas nazis, en el juicio de Nuremberg, contra la cúpula nacional socialista. Conocía las presiones sufridas por su familia, que tuvo que recluirse en su casa para evitar los comentarios inoportunos y los desprecios de parte de la población que clamaba una venganza sin límite. Frida era clara:

– ¿Cómo les vas a explicar que así es tu trabajo y que lo defiendes porque todo acusado tiene derecho a un defensor? Piensa en tus hijos y en nuestros amigos. Ten cuidado donde vamos a meternos por ese viejo juez. Piensa Karl, piensa en ellos.

Su retiro campestre se había vuelto insostenible. Se sentía apresado, atado, sin capacidad de reacción ni libertad de movimientos. Le faltaban los recursos de los que disponía en Berlín para afrontar esta cuestión. Por ello decidió tomar el primer tren de la mañana y regresar a Berlín. Su familia quedaría en la casa de campo esperando noticias, toda vez que los niños ya no tenían la obligación de acudir a la escuela, o a lo que quedaba de ella tras los bombardeos rusos.

Por la mañana, temprano, subió al tren, acomodó su equipaje y apartó un pequeño cartapacio para revisar por el camino. Se sentó en el compartimento junto a la ventana y observó como tras un brusco arranque, el tren iba dejando atrás el bucólico paraje para adentrarse en el interior de una devastada Alemania. A cada tramo del camino podían verse las ruinas de una central de telecomunicaciones o de un cuartel que lucía las evidencias de un cruento asalto. Las labores de recogida de escombros y retirada de material aún seguían, pese a la lejanía ya del final de la guerra.

– Esto va para muchos años, le espetó el revisor, mientras le tendía la mano para recoger su billete. Esto va a tardar en levantarse.

Karl esbozó una sonrisa cómplice de asentimiento pero no articuló palabra. La ruina no solo era material, era moral e institucional. Costaría destruir el entramado gubernamental erigido para sostener el nuevo Reich. Los nazis para hacer que su gobierno permaneciera seguro de ataques y para inspirar miedo en los corazones del pueblo alemán, crearon y extendieron un sistema de terror contra los opositores y los supuestos, o sospechosos de ser, opositores al régimen. Encarcelaron a esas personas sin juicio, manteniéndoles en “custodia protectora” y en campos de concentración, y los sometieron a persecución, degradación, expolio, esclavitud, tortura y asesinato. Entre las agencias más destacadas usadas en la perpetración de estos crímenes estuvieron las SS y la Gestapo que, junto a otras ramas o agencias favorecidas del Estado y el Partido, pudieron actuar sin el control de la ley. Y los jueces formaban parte de este engranaje. Recordaba como por ejemplo, se llegaba a someter por orden judicial a los enfermos a esterilización médica o a condenar a prisión y a pena de muerte a judíos que tuvieron relaciones sexuales -probadas o no- con alemanes y condenar mediante orden judicial a miles de personas a confinamiento en los campos de concentración.

Por eso a Karl las ruinas le parecían fantasmas del pasado. Le recordaba que aún había cuentas que saldar y que ahora le tocaba a él decidir su intervención en este ajuste. Como jurista había seguido con atención las noticias llegadas de Nuremberg, y el juicio a tan altas personalidades del gobierno de Hitler. La misma gente que había visto pavonearse en los desfiles y en la prensa, prometiendo el nuevo imperio alemán, se veían ahora como carne de banquillo, menos altaneros pero igualmente insolentes. Se comentaba que Göering estaba manteniendo a raya a sus acusadores, con soberbia arrogancia, actitud que no era seguida por todos los acusados. Como jurista le llamaba la atención cuanto estaba sucediendo allí, y no se resistía a la idea de participar como letrado en un hecho histórico de tal magnitud. El primer juicio internacional por crímenes de guerra, y podría intervenir en él. Pero no todo era tan bonito. Conocía igualmente las fuertes críticas surgidas en el seno de la judicatura alemana rechazando dicho tribunal por considerar que no lo amparaba una ley previa y que el derecho de los vencedores sobre los vencidos no les dotaba de jurisdicción suficiente para enjuiciar estos delitos, muchos de los cuales no estaban tipificados como tales antes de que fueran cometidos.

Sabía de la fuerte presión popular que sufrían los intervinientes en los juicios. La nación alemana, despierta ya del mal sueño al que había sido arrastrada por el nazismo pretendía retornar a la normalidad expiando sus culpas y persiguiendo toda remembranza del régimen del horror. Todo lo que oliera a nazi, o hubiera tenido la más leve relación era denunciado, perseguido y rechazado. Líbrenos Dios de los conversos, le decía muchas veces el Decano ante la puerta del Tribunal, cuando veía a las masas jaleando la detención y traslado de filonazis. Un cuasi estado de linchamiento se extendía por las calles llevando gran presión a todo aquel que hubiera tenido cualquier relación con los anteriores mandamases. Para los letrados no era distinto. La incomprensión social cernida sobre los ahora declarados delincuentes se extendía a sus abogados, cuya rutina de defensa se veía alterada por la masa enfurecida. No pocas veces el Decano de los Abogados, un viejo jurista cuyo temple se había forjado en los años de la Gran Guerra, había tenido que salir al paso de ataques y coacciones contra abogados recordando el elemental derecho de defensa que asiste a todo hombre.

El tren engullía raíles y la devastación de la zona avanzaba en la medida que se acercaba a la otrora gran urbe. “¡Ah, Berlín! ¿Qué fue de ti, pobre Berlín?”, cantaba por bajo un viejo vagabundo que ocupaba un compartimento contiguo.

La vieja y derruida estación recibió a los viajeros con cierto toque de elegancia recompuesta. Los servicios ferroviarios se habían restaurado recientemente con relativa normalidad y las estaciones comenzaban a recuperar su otrora bulliciosidad. Tras abandonar el tren, Karl se encaminó calle abajo directamente hacia su despacho. Necesitaba consultar varias notas y concertar varias reuniones. ¿Qué iba a hacer? Aún no lo sabía a ciencia cierta. Por el camino se cruzó con varios furgones militares de las potencias aliadas lo que le devolvió a la cruda realidad de ocupación que estaba viviendo el país, noción perdida por los días de retiro en la Selva Negra. La crudeza de los vehículos militares y la presencia de armamento disuasorio le recondujo a la verdadera realidad del país. Al pasar por la oficina postal unas letras grandes se le clavaron en el ánimo: “Nuremberg: Speer reconoce su culpa”. Era la noticia del periódico del día, que procedió a comprarlo y donde se relataba a modo de diario el desarrollo del proceso iniciado ya en Nuremberg. No podía perder más tiempo y debía tomar una decisión. Pero ¿cómo acertar?

III. DERECHO Y JUSTICIA

Al llegar al despacho le recibió la siempre diligente Úrsula, que con su larga melena rubia, y su delgada y elegante figura daba un toque de madura distinción al recibidor del despacho. Al ver a su jefe entrar por la puerta varios días antes de lo previsto, alzó sus ojos por encima de la máquina de escribir y con el cuello enhiesto esperó ordenes que a buen seguro llegarían, pues algo grave debía ocurrir para un retorno tan inesperado.

Úrsula, buenos días. ¿Todo bien? Perfecto. Necesito me ponga en comunicación con el Letrado Jefe del Ministerio, que venga Júrgen y conciérteme una cita con el Decano a la mayor brevedad posible. Estaré en el despacho, café y pastas. Gracias.

Úrsula con eficiencia germana procedió a ejecutar las tareas. Tras servir el café y las pastas y avisar al fiel ayudante del jefe, Jürgen Moeller, se puso a intentar las arduas gestiones telefónicas. La primera fue exitosa:

– Her Ruber, Matthias Reinhardt en el teléfono.

Reinhart, nuevo Letrado Jefe del Ministerio de Justicia Alemán, era compañero de carrera de Karl. En este tiempo de cambios, donde no se sabía por donde iban a venir las normas, era un detentador privilegiado de información, útil en el juzgado y a la hora de entablar nuevos pleitos. Karl fue directo y tras saludarle le comentó la cuestión que le inquietaba. Poco le dijo su compañero. Parece ser que los juicios en Nurembreg son controlados por las potencias aliadas y no dejan a nadie del Ministerio meter baza. Son muy celosos de facilitar información. Sí le pudo confirmar que se había convocado juicios a juristas y jueces y que estaban previstos para inicios del otoño. Los acusados en el juicio de juristas eran la mayoría oficiales del Ministerio de Justicia alemán, gente tan notoria como Schlegelberger, Klemm, Rothenberger, Launtz, Mettgenberg, Cuhorst, Oeschey, Altstoetter, entre otros.

El que se estaba denominando “Juicio de los Jueces”, seguido contra abogados y jueces que establecieron el aparataje jurídico nacionalsocialista, se estaba conformando. Iban a ser acusados de conspiración criminal, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad entre los que se destaca la aplicación de las leyes de higiene racial y las leyes y decretos contra la población judía.

Karl le agradeció la información a su compañero y tras despedirse cortésmente emplazándose para comer un día de los venideros, procedió a reunir las carpetas y tomos relativos a la legislación aplicada durante los años de la guerra.

Estando buscando dicho material Úrsula entró de golpe y con cierta urgencia comenzó a hablar sin esperar la atención de su jefe: Her Ruber, el Decano le comunica que lo recibirá ahora, si puede acudir a su despacho.

Karl abandonó la pluma y el papel sobre el escritorio y recuperó la chaqueta del perchero, avanzando mientras se la colocaba.

– Úrsula, no sé cuando volveré. Le ruego me traiga algo frío de comer y me lo deje en el despacho. Dígale a Jürgen que recopile todo lo que encuentre sobre la organización judicial durante la guerra. Gracias.

El despacho del Decano de los Abogados de Berlín se encontraba cerca del suyo. Tomó desde Friedrichstrasse en dirección hacia el Tiergarten, y en las inmediaciones del cuartel del ejército del aire, símbolo de la megalomanía del hoy procesado Göering, en una pequeña casa, se alzaba un despacho por el que habían pasado los casos más apasionantes del último cuarto de siglo en Berlín. El decano, Harald Bierhoff se había destacado por ser una persona sosegada, tenaz, que había sabido mantener la institución de los abogados fuera de toda influencia política y que había conseguido mantener centrada la profesión y a sus compañeros, sin caer en la tentación de servir de instrumento a la locura jurídica del régimen nazi. Se conocían bastante bien y el saludo entre ambos fue muy afectuoso y cordial.

– ¿Qué tal Karl, qué te trae por mi humilde despacho?

– Querido Harald, déjate de formalismos. Vengo a verte como compañero. Tengo un problema y vengo a pedirte el sabio consejo del compañero, decano y amigo.

Ante un intrigado interlocutor, Karl desgranó la esencia de su problema. En definitiva no sabía si debía o no hacerse cargo de esta defensa y de las consecuencias que ello acarrearía, tanto para él como para su familia.

El Decano encendió su pipa y se arrellanó en su sillón mientras escuchaba atento las explicaciones de su compañero. Una vez terminada la delicada exposición, el silencio se adueñó de la estancia y el Decano, inspirando fuertemente, llenó sus pulmones de humo de tabaco, para exhalar pausadamente su contenido, mientras miraba fijamente a su compañero.

– Querido amigo. Estamos ante un problema de raíz, que afecta al sentido de nuestra profesión misma. Ya te prevengo que soy parte interesada en esta cuestión, ya que si los acusados tienen problemas para encontrar defensa letrada, habré de buscarle yo mismo un compañero que se la proporcione, y sabrás que no será tarea fácil, tal y como están hoy las cosas. Pero voy a huir de todo interés y te daré mi punto de vista al respecto. Es cierto que somos abogados y que tenemos la libertad de elegir nuestros clientes y las causas que queremos defender. Es cierto que nuestra conciencia puede dictarnos los asuntos que podemos o no llevar, pero también te digo que los abogados formamos parte del engranaje de la Justicia y que sin nuestra presencia nada de esto tendría sentido. El ciudadano se sentiría ante una maquinaria automatizada que se limitaría a imponer sanciones y regular comportamientos. Pero el ser humano busca humanidad y el abogado humaniza la Justicia, llevando interpretaciones de las leyes hasta extremos insospechados, favoreciendo la humanización del espíritu de la ley. En nuestro caso, querido amigo, se trata de un dilema. Conocemos de sobra los problemas por los que hemos pasado estos últimos años. Somos conscientes, pues así lo hemos discutido muchas veces, que los Jueces, y Su Señoría a la cabeza, aplicaron a rajatabla un sistema legal que era injusto, y no se detuvieron a considerar la maldad del mismo, sino que aplicaron el viejo adagio latino “dura lex, sed lex”, o lo que tantas veces hemos escuchado en estos años desde la judicatura: “Befehl ist Befehl”, órdenes son órdenes. Los jueces no repararon a distinguir la diferencia entre Derecho y Justicia y se limitaron a ser unos meros agentes aplicadores de un Derecho injusto y represor, soslayando toda traza de Justicia que pudiera existir. Pero los abogados hemos de considerar que no solo la aplicación del Derecho justifica nuestra existencia, sino que hemos de trabajar por la Justicia misma. Hace unos años, en Ginebra asistí a un congreso de abogados y tuve una interesante conversación con un compañero uruguayo, Sr. Couture, y me impresionó una frase que comentaba al hilo de esta cuestión: “Si el Derecho se contrapone con la Justicia, inclínate siempre por la Justicia”. Esta frase se la repito a los nuevos compañeros que ingresan en nuestra profesión, porque tras lo visto en estos años, es necesario tenerla muy presente. ¿Tienes dudas de defender a Su Señoría? ¿Por qué? ¿Porque sabes que fue un juez injusto? Defender a un injusto no nos hace peores abogados, lo que nos hace peores abogados es permitir la injusticia. Su Señoría, como cualquier penado tiene derecho a la mejor defensa posible, y si tu se la puedes proporcionar, es de Justicia que la tenga, con independencia de los hechos que haya cometido. La Justicia la deben aplicar los jueces, nosotros invocamos el derecho y su aplicación justa a cada caso.

Tras un buen rato de conversación, el Decano despidió a su amigo viéndolo marchar esperando haberle ayudado en una decisión que solamente él podía tomar. Karl paseó por las calles tranquilamente, apurando un cigarrillo mientras su cabeza daba vueltas en torno a lo que le había comentado el Decano. Por las calles las ruinas fruto de los bombardeos del otrora esplendoroso Berlín daban una impresión fantasmagórica. Sin desviarse Karl llegó a su despacho, se encerró en el mismo y mientras contemplaba por la ventana el trasiego de vehículos militares apuró la comida fría que le había preparado Úrsula.

La única defensa posible y que imaginaba pretendía que se aplicase por parte de Su Señoría, dadas sus conversaciones durante todos estos años, era una defensa legal que esencialmente estableciera que el imputado estaba solamente siguiendo órdenes, en una especie de obediencia debida a la Ley que tienen los jueces, por lo que no serían responsables de tales delitos. Sabía que tras la Gran Guerra dicha eximente había sido utilizada como argumento legal con notable éxito. Habría que transfundirla ahora al ámbito judicial alemán.

Al comienzo de la tarde, su despacho comenzó a recuperar la normalidad. Cuando llegó su Secretaria, Karl la llamó al despacho y le dictó las tareas para la tarde mientras seguía mirando por los grandes ventanales y dictando notas al eficiente Jürgen.

– Úrsula, por favor, por este orden, necesito me consiga conferencia con mi esposa, me pida cita para ver mañana por la mañana al Secretario del Juzgado Central de Berlín núm. 9, Her Hrubresh, y quiero que luego venga con nosotros para preparar una serie de material que vamos a necesitar… ¡Ah! Y consígame, por favor, dos billetes de tren para Jürgen y para mí, solo ida, para la semana que viene, destino Nuremberg. Eso es todo. A trabajar.

Una sonrisa se apoderó de su secretaria cuando abandonaba el despacho. Cuando veía brillar los ojos de su jefe de esa manera, sabía que algo importante se estaba preparando. Se avecinaban duros días de trabajo.

1 comentario

  1. José María Rodríguez Gutiérrez

    Me invita a pensar, pero no me resuelve el dilema.

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