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Profesión u oficio

Ocioso es decir que por los Juzgados desfila el más abigarrado mosaico de individuos que se pueda imaginar; realmente, no falta ningún modelo de este pitecántropo erecto que es el ser humano. Variados son los tipos, disímiles las estaturas; diversos los casos de adiposidad o de magrura; varia la color de la pelleja, desde la nívea a la atezada, pasando por la cetrina; distinto el tono del cabello, ya blondo, ora a lo endrino; los hay despejados de mente y fuñiques perdidos; virtuosos y perdularios; viejos y jóvenes; y los hay, naturalmente, dedicados a una inmensa variedad de oficios, trabajos y ocupaciones. En este último capítulo del amplio muestrario voy a fijar hoy la atención en esta colectánea de curiosos sucedidos que han por ámbito la solemnidad del foro.

Efectivamente, ante un juez puede comparecer un sabio profesor o un desheredado analfabeto; un renombrado arquitecto o un desconocido peón de albañil; un alfayate, un carpintero, un pastelero, un albéitar, un vendedor de la ONCE, un clérigo…Gentes, en fin, que cultivan las más diversas actividades. Hasta tiempos no muy lejanos, la profesión u oficio de cada ciudadano era una de sus señas de identidad. Hoy es prescindible este dato, que ya no figura en el documento que nos identifica. Pero vamos a lo que vamos, y para ello traeré a colación un par de casos, o puede que sean tres.

Este episodio hubo por escenario un Juzgado de Sevilla, y lo contaba un viejo letrado. Se celebraba un juicio por mor de la bronca que se desarrolló entre bastidores en un teatro, de la que fueron protagonistas los componentes de un cuadro flamenco. Por cuestiones de celos -no sabría decir si artísticos o de los otros-, se suscitó una agria discusión entre un cantaor y un guitarrista, que, teniendo por poco el fragor de la contienda verbal, se animaron a pasar a la acción. En el cruce de golpes, en principio de similar contundencia, el mago de la sonanta estimó que en ésta la prima que canta y el bordón que llora debían servir para algo más que para trazar la filigrana sonora de una falseta, y le sacudió a su contrincante un guitarrazo en la cabeza que lo sumió en un profundo sueño del que tardó varias horas en despertar.

Comenzado el juicio, el juez, después de que el agresor respondiera a las preguntas sobre su nombre, apellidos, edad y domicilio, inquirió:

– ¿Cuál es su profesión?

– Funcionario público –contestó el individuo.

– ¿Funcionario público? ¿No es usted guitarrista?

– ¿Y qué cree usted que hago? Dar funciones al público…

Me aseguraba el secretario judicial que me lo contó que, pese al tiempo transcurrido, no podía contener la risa al recordarlo. Fue así que, en un juicio de faltas, compareció un testigo cuya indumentaria, gestos y ademanes pregonaban su condición nada dudosa.

Tras responder a las preguntas comunes, sobre su nombre, edad y domicilio, le llegó el turno a la de su ocupación.

– ¿Cuál es su profesión u oficio? –interrogó Su Señoría.

– Yo soy maquinista. Trabajo en la Renfe.

Pareció como que al juez no le cuadrara mucho que aquel tipo tan delicado se dedicara a una actividad más bien esforzada, por lo que ahondó en la indagatoria.

– O sea, que usted conduce una locomotora.

– Huy, qué va, no señor. Yo trabajo en el bar que la Renfe tiene en la estación y soy el encargado de la máquina de café…

El sucedido que me apresto a referir hubo lugar en mi presencia y lo tengo incluido en un libro, pero espero que nadie me niegue el saludo si también lo incluyo en esta contraportada. Fue un día en que acompañé a un cliente a prestar declaración en uno de nuestros Juzgados de Instrucción. El funcionario encargado de formalizar la diligencia -gran persona, hace años jubilado- dispuso el papel de oficio en la vieja olivetti y, para dar cumplimiento a las exigencias legales, comenzó por dejar constancia de los datos personales del justiciable (nombre, edad, domicilio, estado civil), que sus ágiles dedos tecleaban con envidiable rapidez. Hasta que…

– ¿Profesión?

– Economista.

Los ágiles dedos se detuvieron en el aire y un gesto de estupor se dibujó en la cara del probo funcionario.

– Pero… ¿eso es una profesión?

Me consideré en la obligación de ayudarle a disipar su perplejidad, y a tal fin le interpelé:

– ¿Usted no sabe que la de economista es una profesión?

– ¡Ah! ¿Pero había dicho economista? ¡Yo entendí comunista!…

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