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Manolo

Cierto es que la vejez es una etapa de la vida nada confortable. Y asimismo es cierto que la única forma de eludirla es morirse joven, lo que tampoco es precisamente seductor. Por consiguiente, lo sensato será aceptar los años tal como se van acumulando sobre las cansadas espaldas y esperar pacientemente a que nos llegue el turno.

Una de las dolorosas secuencias de esa espera es que, en el ínterim, uno ve pasar por delante, camino de la eternidad, a muchos queridos amigos. Y cada uno de los que se van se lleva consigo un jirón de nuestra alma. (En este punto, y sin otra demora, debo decir: ¡Tate, tecla, y no sigas por ese camino!). Sí, es preciso desviar el rumbo de esta introducción, porque el compromiso de esta página es el de servir al lector unas pinceladas amables inspiradas por el animus iocandi, del que me estaba alejando peligrosamente.

Sin embargo, también es comprensible que comience este articulillo con el ánimo contristado, porque está aún muy reciente el dolor por la pérdida de un muy querido compañero, con el que compartí inolvidables ratos de charlas presididas por su extraordinario sentido del humor. Me estoy refiriendo a Manolo Muñoz Filpo, a quien dispensé siempre un especial afecto y al que guardo reconocimiento y gratitud porque un importante ramillete de las anécdotas que acogen estas contraportadas y pueblan mis libros me fueron suministradas por él, tan fino observador y tan ameno relator de los episodios que se desarrollan en torno a nuestro trabajo.

Manolo estaba en posesión de una vasta cultura, consecuencia lógica de su insaciable sed de lecturas. Y, como he apuntado más arriba, estaba dotado de un formidable sentido del humor, del que nunca se desprendió su alma, pese a que el Cielo le impuso una durísima prueba al arrebatarle un ángel con el que antes le había bendecido. Juntos vivimos muchas esperas, haciendo antesala -nunca más apropiada esta expresión-, para solicitar Justicia ante nuestros Juzgados y Tribunales. Y en esos obligados paréntesis en nuestra actividad diaria, mucho me solacé con sus comentarios, dichos y ocurrencias.

Tenía, además, Manolo una sólida formación jurídica y una firme vocación profesional, incluso de carácter genético, pues que no en balde pertenecía a una saga de ilustres jurisconsultos, hoy prolongada en las personas de sus primos, todos queridos amigos y compañeros de quien suscribe.

Tomando como fuente a Manolo Muñoz Filpo se pueden escribir muchas páginas de un anecdotario judicial, y aquí me propongo dejar anotado algún ejemplo, aunque siempre faltará la gracia que él derrochaba en los relatos. Como cuando contaba la desesperación de aquel cliente que acudió a su despacho para que le asesorara sobre el camino a seguir frente a aquel agreste vecino, dueño de la casa colindante con la suya, que se oponía a que realizara cierta obra en su azotea.

-¡Y yo quiero obrar, don Manuel! ¡Yo necesito obrar! ¡Dígame usted que hago para poder obrar!

-Muy sencillo. Cuando salga usted de aquí, entre en la farmacia más próxima y compre supositorios Rovi…

Manolo exponía sus informes ante los Tribunales con mucha claridad y, a veces, también con mucho desenfado. Empleaba un lenguaje sencillo, salpicado de expresiones que tenían su origen en el pueblo llano y que brotaban de sus labios con la misma naturalidad con que mana el agua de la fuente. Me valdré de un ejemplo paradigmático de lo que digo.

En una lejana ocasión intervinimos ambos en una vista oral ante una de las Salas de nuestra Audiencia Provincial. Figuraban como inculpados los dos conductores de sendos vehículos que habían colisionado, ocasionando la muerte de un tercero. Cada uno de nosotros defendía a un conductor. El fiscal consideraba que los dos compartían la responsabilidad de los hechos, aunque en distinto grado, y, en consecuencia, solicitaba distinta pena para uno y otro, y, lógicamente, diferente participación en la indemnización a favor de los herederos de la víctima. Al que yo defendía lo estimó más culpable, y la indemnización de la que había de responder era tres veces superior a la del otro, el que defendía Manolo.

Por esas cosas que a veces pasan, en el acto del juicio la prueba testifical discurrió de tal manera que los términos del debate se invirtieron, hasta el punto de que el fiscal, lejos de elevarlas a definitivas, modificó sus conclusiones provisionales y lo que pedía para un acusado lo trasladó al otro, y viceversa. Así, mi defendido ya habría de responder, en todo caso, de una indemnización tres veces inferior a la del co-inculpado.

Ante esta nueva situación, Manolo y yo, sentados uno junto al otro, intercambiamos unas elocuentes miradas, las mías, lo confieso, cargadas de regocijo. Terminado el informe del fiscal, le correspondió el turno a él.

-Con la venia de la Sala.

Yo estaba expectante por conocer cómo afrontaría la nueva e inesperada situación. Juraría que los magistrados también. Inició su discurso:

-Yo venía aquí casi como convidado de piedra, y de repente me han dado en tó el bebe…

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