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Homenaje a don Alfonso de Cossío

Homenaje a don Alfonso de Cossío

No fui alumno de D. Alfonso de Cossío. Quienes cursábamos el Derecho Civil I en año académico que comenzaba por impar (1947, en mi caso), lo hacíamos en la cátedra del Prof. Royo Martínez, un buen docente del que recuerdo muchas de sus enseñanzas. Pero me considero discípulo de D. Alfonso de Cossío. En los años de Facultad, cuando faltaba D. Miguel Royo (una vista en Magistratura, como Letrado Sindical, o un funeral, “a dar la cabezada”, como él decía en expresión tan sevillana) yo acudía a las clases de D. Alfonso de Cossío, que tenían fama de ingeniosas, divertidas e interesantes. En ellas le oí, por ejemplo, la decepción que sufrió cuando leyó un artículo titulado “El matrimonio, contrato a favor de terceros”; la misma que experimentó cuando en el escaparate de una ferretería de Valladolid cubierto por una cortina, un orificio invitaba a observar: “Sólo para hombres”. El espectador curioso que se asomaba al observatorio descubría un pico y una pala. El lector del artículo aprendía la tesis del autor: los terceros eran… los hijos.

Igual decepción sufrió D. Alfonso de Cossío cuando leyó el libro de Hauriou sobre la institución. Como en una novela policíaca, parecía que en el siguiente capítulo se despejaría la incógnita: quién era el asesino. Pero a diferencia de ésta, en el último no se descubría que era el mayordomo, porque en la obra de HAURIOU seguía sin saberse qué era la institución.

Y a propósito de la novela policíaca, quiero recordar la anécdota que narré en mi discurso de ingreso en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras en elogio de mi antecesor en el sillón, D. Alfonso de Cossío, el 15 de mayo de 1983:

“Cuéntase que D. Alfonso confesó una vez ante sus discípulos de la Cátedra de Derecho Civil, que años antes, en los albores de su vida docente, escribió una novela para, con el producto de los derechos de autor, poder comprarse un abrigo, desembolso extraordinario que no le permitía su exiguo sueldo de Catedrático. Y, tras la anécdota, el ingenio; D. Alfonso, que explicaba embutido en su viejo abrigo, quedose unos segundos contemplando la solapa y las bocamangas de la deteriorada prenda y exclamó: «Por cierto; pensarán ustedes que ya es hora de que vaya escribiendo otra novela».”

D. Alfonso de Cossío fue mucho más que esas anécdotas, que solo apuntan su categoría, su primera categoría. Fue incluso más que un jurista; un hombre culto, un humanista; mucho más que un civilista, fue un privatista basado en los sólidos cimientos de un romanista; mucho más que un teórico del Derecho, un jurista de los que yo llamo de una pieza (“teórico y práctico”), de los que saben y saben hacer. Por eso fue un gran abogado, dotado de las armas de un saber teórico y, algo más, de su ingenio, que le hacía defender las causas más difíciles con argumentos sorprendentes.

Pero a mí, que no fui alumno oficial sino “furtivo” de D. Alfonso en la licenciatura, me toca hablar de él como universitario.

Entre aquella etapa de mi licenciatura en la calle Laraña y mi vuelta a Sevilla como catedrático a la antigua Fábrica de Tabacos (1960), hubo un contacto ocasional que marcó nuestras relaciones. Yo asistí en Madrid, en 1956, a las oposiciones a la cátedra de Derecho Civil de la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Central, que D. Alfonso hizo frente a Antonio Hernández Gil. Asistí a los ejercicios y asistí a D. Alfonso como ayudante, acompañante o porteador. Fui su “asistente”. Le serví de enlace con nuestro común maestro, Federico De Castro; le facilité los libros que solicitó en “la encerrona”, la preparación del 4º ejercicio, la lección del programa elegida por el Tribunal de entre las que extraía la suerte. Acompañé al opositor provinciano en la soledad de la jungla madrileña y presencié sus brillantes ejercicios, sus agudas “trincas”, las objeciones a la obra del oponente, y su resignada reacción ante un resultado esperado, el adverso, al que puso letra el grito de un asistente… ¡Viva Blas Pérez!, para atribuir la votación al Ministro de Gobernación de Franco, catedrático de Derecho Civil.

Nunca olvidó D. Alfonso aquella compañía que nos hizo más amigos y a mí, más discípulo admirador del maestro. Porque, por encima de su magisterio, COSSÍO era un universitario ejemplar, a la vieja usanza, que me resisto a calificar de extinguida.

Los Cossío, Alfonso y Margarita, eran anfitriones modelo de aquellos saraos universitarios que reunían en su casa a catedráticos de las diversas facultades, sobre todo de Medicina y de Derecho, las auténticamente universitarias, según ellos.

Allí conocí, por ejemplo, a los padres de Pepe León-Castro, el Dr. León Castro y su esposa Pilar, vinculados a los COSSÍO por una íntima amistad, a la que nos unimos mi esposa y yo, recién llegados a Sevilla.

Pero D. Alfonso, fue siempre un maestro, la jerarquía que señalaba el usteo con que lo tratábamos sus antiguos alumnos, frente al tuteo paternal con el que él nos distinguía.

D. Alfonso, enseñaba en la cátedra, en el foro, en la tribuna y en la tertulia de “El Coliseo”, que él valoraba por encima de los institutos de investigaciones sociológicas. Era un gran conversador, inteligente, con la chispa de su sentido del humor, que no es sino una característica de la inteligencia.

Don Ignacio Mª De Lojendio lo calificó de “último ateneísta”; no fue el último, afortunadamente, pero sí cultivó la cultura del lenguaje oral, ocurrente, dialéctico, espontáneo y sorprendente.

Fue ateneísta activo en Valladolid y en Madrid, presidió la docta Casa sevillana de 1958 a 1960, con una Directiva en la que no faltaban sus contertulios de “El Coliseo”, José Acedo, José Cordero, Luis Fernández De Henestrosa.

De la cultura oral a la escrita, D. Alfonso, nos dejó un legado bibliográfico que es reflejo de su magisterio. Basta citar sus obras fundamentales: Lecciones de Derecho Hipotecario, Barcelona, 1945; Tratado de Arrendamientos Urbanos, con la colaboración de Carlos Rubio, Madrid, 1949; La crisis de la ley, Sevilla, 1954; El dolo en el Derecho Civil, Madrid, 1955; Instituciones de Derecho Hipotecario, Barcelona, 1956; La sociedad de gananciales, Madrid, 1959; e Instituciones de Derecho Civil, Madrid, 1975, y sus Dictámenes Civiles, Sevilla, 1981, su obra póstuma, recopilada por su discípulo José León-Castro, que tuve el honor de presentar en la Universidad de Sevilla con una intervención que publicó la Revista de Derecho Privado (enero de 1982, pp. 3 a 9). En ella diserté sobre lo que es el dictamen, la opinio de un experto, una pieza de la literatura jurídica, hoy desplazada por la urgencia de las “notas ejecutivas”, que no admite el tiempo de reflexión requerido por el dictamen.

Y lo que más enaltece a un maestro: dejó una escuela de la que quiero citar a cuatro discípulos continuadores de su obra: Francisco Fernández De Villavicencio, Antonio Gullón Ballesteros, José León Castro, que nos acompaña en este acto, y Carlos Lasarte.

Termino con otra anécdota de D. Alfonso. Un día de clase, él salía del aula IV y nos cruzamos en el corredor. En tono confidencial y de advertencia me dijo:

• Manolo, ¿tú entras ahora en esa aula? Pues ten cuidado, porque ahí hay un tío que se sabe el Código civil. Se me ocurrió en la explicación una teoría que me esmeré en desarrollar con cierto entusiasmo, cuando ese alumno me interrumpió:

• D. Alfonso, el artículo tal del Código civil dice todo lo contrario de lo que está usted diciendo.

“¡Me destrozó la teoría!”

Quizás el ingenio de D. Alfonso iba más allá que las previsiones del codificador. Siempre por delante, rompedor, revolucionario, vanguardista.

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