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Holocausto vs. Libertad de expresión

(STC 7 de noviembre de 2007)

La libertad de pensamiento y la libertad para la expresión de ideas, junto al consiguiente derecho a discrepar, constituyen la base fundamental de toda sociedad democrática y plural, de tal forma que limitar o restringir tales premisas, consustanciales a la propia esencia humana, represente en sí misma la negación de los derechos naturales del hombre, cuya garantía, fomento y protección inspiran las Constituciones de los Estados democráticos.

La discordancia surge, en el seno de esas democracias consolidadas, cuando la libertad para opinar y discrepar queda supeditada a la salvaguarda de los valores representativos de la sociedad plural e igualitaria, de tal modo que para proteger dichos valores se postergan (y lo que es peor, se persiguen) aquéllas posturas políticas, ideológicas e incluso intelectuales que, en el mismo ejercicio de la libertad de expresión, niegan la existencia de unos hechos execrables, de indudable trascendencia y relevancia histórica, que por sí mismos chocan frontalmente con los principios inspiradores de las democracias y con la protección y defensa de derechos fundamentales de la persona, como la libertad personal y la no discriminación (o en su faceta más radical, la no exterminación física, el desplazamiento forzoso o el sometimiento a condiciones de existencia que pongan en peligro la vida, la integridad física o la salud) por razones étnicas, religiosas o de mera pertenencia a un grupo nacional.

Tal viene aconteciendo en algunas legislaciones extranjeras (fundamentalmente europeas) en relación con la negación del Holocausto, referido siempre al exterminio de la población judía de Europa llevada a cabo de forma sistemática por el III Reich (y algunos Estados satélites de corte fascista) durante la Segunda Guerra Mundial y los años previos al conflicto.

Por ello, debemos plantearnos si la negación del Holocausto (aún cuando sólo sea en lo referente a las cifras comúnmente manejadas) es un ejercicio legítimo del derecho a discrepar en libertad respecto de la realidad y existencia de unos hechos históricos, de una verdad “oficial” indiscutible, o si por el contrario, tal negación entraña en sí misma la justificación de ese crimen colectivo terrible, que atenta contra el derecho de gentes y contra cualquier sistema jurídico basado en el respeto a los derechos más elementales de la persona.

Porque esta disyuntiva es la que, en definitiva, ha constituido el núcleo esencial de la discusión jurídica que se ha plasmado en la Sentencia del Pleno del Tribunal Constitucional, de fecha 7 de noviembre de 2.007, que estima parcialmente la cuestión de inconstitucionalidad planteada por la Sección Tercera de la Audiencia Provincial de Barcelona, respecto del Art. 607, párrafo segundo, del Código Penal, y en consecuencia declara inconstitucional y nula la inclusión en el primer inciso de dicho precepto de la expresión “nieguen o”.

La decisión del Tribunal Constitucional no ha sido unánime ni pacífica, pues cuatro de los Magistrados que componían la Sala formularon votos particulares frente a la citada Sentencia.

Pero a juicio del que suscribe, el discurso que se contiene en la Sentencia es claro; basta para ello acudir al Fundamento Jurídico 8º para concluir, sin esfuerzo, que la mera negación del delito de genocidio, siempre que no se adicionen juicios de valor sobre el mismo o su antijuridicidad, “..afecta al ámbito de la libertad científica reconocida en la letra b) del art. 20.1 CE”. Una libertad científica que, como ya sostuvo el mismo Tribunal en su Sentencia 43/2.004 de 23 de marzo, “goza en nuestra Constitución de una protección acrecida respecto a las de expresión e información, cuyo sentido finalista radica en que sólo de esta manera se hace posible la investigación histórica, que es siempre, por definición, polémica y discutible, por erigirse alrededor de aseveraciones y juicios de valor sobre cuya verdad objetiva es imposible alcanzar plena certidumbre, siendo así que esta incertidumbre consustancial al debate histórico representa lo que éste tiene de más valioso, respetable y digno de protección por el papel esencial que desempeña en la formación de una conciencia histórica adecuada a la dignidad de los ciudadanos de una sociedad libre y democrática”.

De ahí que en la Sentencia que ahora comen-tamos, el Tribunal concluya que la mera negación del delito (de genocidio) resulte inane, siempre que esa negación no vaya acompañada de conductas que comporten adhesión valorativa al hecho criminal o su promoción mediante la exteriorización de un juicio positivo, y que por tanto, dicho Tribunal considere que la conducta de negación no constituye un peligro potencial para los bienes jurídicos que trata de proteger la norma examinada (Art. 607 CP), por lo que su inclusión en la misma supone una vulneración del derecho a la libertad de expresión que consagra el Art. 20.1 CE.

Ni siquiera se valora por parte del Tribunal que esa negación va precedida en la redacción del precepto de otra conducta general y de especial trascendencia como es la de difundir, por lo que debemos entender que la mera negación del genocidio, que no suponga una adicional incitación siquiera indirecta a su comisión, no será constitutiva de delito aún cuando esa negación se efectúe con publicidad y notoriedad, esto es, aún cuando la negación se difunda.

Por tanto, la mera y simple negación del Holocausto (siguiendo con el ejemplo más conocido de genocidio) no debe ser constitutiva de delito y, por tanto, de un reproche penal a manos del Estado por el frente obstativo que supone el principio de intervención mínima y el respeto al derecho fundamental a la libertad de expresión.

Ahora bien, si la negación (o la difusión de ideas que nieguen) desaparece de la descripción típica del Art. 607 del Código Penal, ¿cómo deben calificarse las manifestaciones del Presidente iraní Mahmud Ahmadinejad o la del obispo lefebvrista Richard Williamson cuando han negado públicamente el Holocausto? Porque esas declaraciones, efectuadas con una publicidad extensa, por el dirigente político de un Estado religioso fundamentalista o por un conocido miembro de la Iglesia Católica, podrían representar una incitación al odio respecto de otro grupo étnico y religioso, al punto de que, en respuesta a la primera, la ONU dictó una Resolución que condenaba la negación del Holocausto en el mes de febrero de 2.007. ¿Dónde tendrían cabida esas manifestaciones en nuestra legislación penal tras la citada STC? Porque en tales casos la Audiencia Nacional, en el ejercicio de las competencias que le otorga el Art. 23 de la LOPJ, y sobre la base del principio de Justicia Universal (que se aplica a partir de dos sentencias dictadas en 2005 por el Tribunal Supremo y el Constitucional a propósito del caso Scilingo y del genocidio en Guatemala) podría, al menos teóricamente, perseguir tales conductas negacionistas.

La respuesta la entiendo ofrecida por el Tribunal Constitucional en el Fundamento Jurídico 9º de la Sentencia que comentamos. En efecto, para el Tribunal merece distinto tratamiento, en cuanto a examen de constitucionalidad se refiere, la conducta que consiste en justificar públicamente el genocidio, siempre que tal justificación represente una incitación indirecta o mediata a su comisión, o provoque el odio hacia grupos definidos por su color, raza, religión y origen nacional o étnico, de tal suerte que ello represente un peligro cierto de generar un clima de violencia y hostilidad para esos grupos.

Y en este punto, la negación pública del Holocausto, efectuada de forma tendenciosa y desde una posición de ascendencia política, gubernativa o ideológica, como la del Presidente iraní o la del obispo Williamson, podría ser considerada una justificación del Holocausto punible, e incluso quedar engarzada, según los casos y con posible concurso de leyes, en la descripción típica que efectúa el Art. 510 del Código Penal, que castiga la provocación a la discriminación, al odio o a la violencia contra grupos o asociaciones, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias.

A mi entender, la consolidación y protección de los derechos y las libertades individuales que caracteriza nuestro sistema jurídico no puede ni debe hacerse a costa de limitar, restringir o perseguir algunos de esos derechos y libertades, pues aparte de la indiscutible incongruencia que supone esa solución, ofrece posibilidades al Estado para la tipificación y castigo de conductas o comportamientos (como la libertad de expresión y la libertad de opinión) que constitucionalmente se configuran como elementos básicos para una convivencia plural y libre en una sociedad democrática.

Por ello, considero igualmente defendible que aquéllas manifestaciones, en las que quedaran al margen las posturas de justificación del Holocausto, de trivialización ofensiva del genocidio, de negación incitadora a actos de violencia y exclusión contra una etnia, pueblo o grupo religioso, y que tan sólo representaran un planteamiento (no ideológico) meramente intelectual, de puro revisionismo histórico al amparo de estudios efectuados sobre la base de documentos, testimonios.. que tuvieran como única finalidad cuestionar de forma científica y respetuosa una verdad oficial, no deberían tener cabida per se en el Código Penal y sí merecerían el amparo de la libertad de expresión y de opinión que se consagra como Derecho Fundamental en nuestra Constitución, pues lo contrario significaría abocar al individuo a una limitación del ejercicio de sus facultades cognitivas, en un acto de sacrificio de la verdad frente a una posición oficial consolidada por intereses diversos.

Ahora bien, sentado lo anterior, no deja de ser menos evidente que (como sostiene uno de los votos particulares emitidos contra la Sentencia en cuestión) “la aparición de fuerzas antipluralistas en el seno de una sociedad democrática pone en cuestión y en peligro la libertad y el mismo sistema pluralista”, de ahí que haya que articular los instrumentos jurídicos adecuados para que la salvaguarda de la libertad de expresión y de la libertad para difundir ideas no se utilicen como medios que conduzcan a la postre a una destrucción de esas mismas libertades y del sistema que las sustenta, de tal modo que las garantías del sistema no engullan al propio sistema.

E igualmente sería necesario distinguir aquéllos supuestos en los que la difusión de ideas que nieguen el genocidio supongan una incitación o provocación a su comisión, de aquéllos otros supuestos en los que tal negación, sin ser inocente, sólo atenten contra el derecho al honor de un grupo étnico, nacional o religioso, al efectuar una trivialización del Holocausto (caso Violeta Friedmann o caso cómic “Hitler=SS”), pero que no contenga elementos adicionales que justifiquen o inciten a su comisión.

En el primer caso estaríamos ante una conducta delictiva, mientras que en el segundo estaríamos ante comportamientos atentatorios contra el derecho al honor de una colectividad o de una persona perteneciente a esa colectividad, planteándose en este último caso un conflicto entre la libertad de expresión, garantizada por la Constitución española, y otros derechos y bienes que igualmente protege la Constitución; o lo que es lo mismo, se suscitaría en estos casos la cuestión de los límites del ejercicio del derecho a la libertad de expresión, que como sabemos, no es un derecho absoluto, sino que tiene sus límites, en especial, en el respeto a los derechos íntimos de los demás.

Desde luego si algo resulta claro es que no estamos ante una cuestión pacífica, como lo demuestran los votos particulares emitidos a la Sentencia del TC que comentamos, y como lo prueba la existencia en el ordenamiento comparado europeo (Francia, Italia, Bélgica, Alemania, Austria…) de normas penales que tipifican y castigan la difusión de teorías o ideas negacionistas, al punto de que la presidencia alemana de la Unión Europea en el primer semestre de 2007 pretendía unificar las legislaciones nacionales para que se tipificara como delito la negación del Holocausto.

A juicio del que suscribe, no cabe ignorar que la realidad del Holocausto judío es aceptada como una verdad histórica oficial y universal; pero las pruebas de la existencia de tales hechos son tan evidentes y abundantes que la convierten en una verdad histórica rotundamente objetiva y contrastada, de tal forma que toda negación absoluta del Holocausto no pueda por menos que resultar tendenciosa y reveladora de una voluntad, si quiera indirecta, de su justificación y claramente atentatoria a la memoria de las víctimas, incluso cuando la negación se limite a la discusión de cifras e incluso cuando se trate de equiparar ese genocidio a otros horrores de la guerra, como los generados por la estrategia aliada de bombardeo sobre la población civil de Alemania.

A esta conclusión podemos llegar si analizamos el contenido, acertadísimo según lo entiendo, del apartado 3º de uno de los votos particulares emitidos respecto de la STC que comentamos, y que por su especial importancia y para que sirva de reflexión, reproduzco en su integridad:

“3.- En un célebre voto particular (caso Milk Wagon Drivers Union of Chicago v. Meadowmoor) el Juez Black, del Tribunal Supremo norteamericano, afirmaba, en 1.941, que la libertad de hablar y escribir sobre asuntos públicos es tan importante para el gobierno en América como el corazón para el cuerpo humano. La libertad de expresión –decía- es el corazón mismo del sistema de gobierno norteamericano. Por eso cuando el corazón se debilita desfallece el sistema y cuando se silencia el resultado es su muerte.

La Sentencia de la que disiento se inspira en esta doctrina al fundar su razón de decidir (FJ 9 y fallo) en la libertad de expresión del art. 20 CE y opera sobre el sentido y alcance del art. 607.2 CP, en aras de esa libertad de expresión (FFJJ 4, 6 y 9).

Tal amplitud de la libertad de expresión representa, sin embargo, un retroceso inoportuno y grave en las garantías del pluralismo que regían en España y en los países de la Europa democrática actual que acabo de citar. En el año 1941, cuando el Juez Black escribía su famoso Voto particular, el viaje a Estados Unidos no era una travesía virtual por Internet. Cruzaban el Atlántico miles de barcos en los que huían de la Shoá, holocausto o sacrificio por fuego, miles de seres portadores de “vidas indignas de ser vividas”. Entretanto la vieja Europa contemplaba el sacrificio de seis millones de judíos, que no habían podido alejarse de una realidad monstruosa que desconocía la dignidad que todo ser humano tiene, en su irrepetible individualidad. Cada continente genera sus propios monstruos y la frialdad burocrática de un régimen que practicaba científicamente todas las conductas genocidas que tipifica hoy nuestro art. 607 CP no se produjo en América, sino en Europa. Por eso la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos contempla, fiel a la tradición de los pilgrim fathers de la Unión americana, una “precious freedom of expression”, mientras que —con la excepción del Reino Unido y los países escandinavos— los Estados democráticos europeos no encuentran reparo en adoptar leyes que incriminan a quienes niegan o trivializan los crímenes del holocausto nazi o el genocidio. En Europa el puesto de honor en la lista de los derechos fundamentales lo ostenta la dignidad del ser humano, por lo que no nos debemos dejar deslumbrar por categorías ajenas a la experiencia europea.”

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