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Globalización y Estado del Bienestar

I. Introducción

Recientemente, desde el inicio de la crisis económica que venimos padeciendo, algunos medios de comunicación así como muchos analistas y, por supuesto, los llamados movimientos antiglobalización han reanudado sus ataques, con más o menos crudeza, contra la globalización a la que culpan de una serie de procesos, principalmente económicos, que suceden a gran distancia de la mayoría de los ciudadanos pero que terminan afectándoles directamente en sus vidas.

Pues bien, como se pondrá de manifiesto a lo largo de este trabajo, la globalización debe entenderse de una forma más amplia, ya que es un fenómeno multidimensional y complejo, que se halla además entrelazado con otros procesos como la reorganización de la familia o la redefinición política del Estado-nación.

Este último proceso, acerca de los efectos y factores de la globalización, en su sentido amplio, sobre el denominado Estado del Bienestar que, en España, hemos venido disfrutando desde la promulgación y entrada en vigor de nuestra Constitución, es el objeto de nuestro estudio.

II. El concepto de globalización

El término “globalización” se ha impuesto en los círculos académicos y los medios de comunicación, pero no todos los que lo utilizan lo entienden de la misma manera, y lo que resulta claro es que no hay una acepción única del término.

El Diccionario de la Real Academia Española lo define en su última edición como: “Tendencia de los mercados y de las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales”.

Esta definición nos parece adecuada como punto de partida de nuestro análisis, pues aunque mucho se ha escrito y debatido sobre la globalización, seguramente aún quedan muchas preguntas sin responder.

Lo cierto es que el término “globalización”, en nuestros días ya no es ajeno para casi nadie. Este término se refiere a un conjunto de procesos sociales, políticos y, fundamentalmente económicos, que han convergido a lo largo de la historia hasta dar lugar a lo que hoy conocemos como mundialización; es decir, a un mundo global y desigual en el que las diferencias sociales son cada vez más evidentes y menos irreductibles.

La globalización puede definirse de muchas maneras, dependiendo de qué nivel se desee analizar; puede hablarse de la globalización del mundo entero, de un país, de una industria específica, de una empresa, hasta de un modelo económico y político.

A escala mundial, la globalización se refiere a la progresiva interdependencia entre los países, tal como se refleja en los crecientes flujos internacionales de bienes, servicios, capitales y conocimientos, y que se ha hecho patente en la crisis económica que padecemos actualmente.

A escala nacional, la globalización se refiere a la magnitud de las relaciones entre la economía de una nación y el resto del planeta.

Para muchos, el centro del argumento es la aparición de una nueva política económica global, para otros es el establecimiento de una política neoliberal y el fin del Estado Social de Derecho o Estado del bienestar.

La globalización es un proceso económico, político y social que si bien es cierto no es nuevo, ha sido retomado con mayor énfasis en los países en desarrollo como premisa específica para lograr un crecimiento económico y erradicar la pobreza. Pero este fenómeno en ningún momento fue concebido como modelo de desarrollo económico, sino más bien como un marco regulador de las relaciones económicas internacionales entre los países industrializados.

No son pocos los autores que se han extendido en intentar explicar lo que hoy conocemos como globalización, unos desde posturas más liberales y otros desde puntos de vista más críticos y radicales. En este punto merece la pena mencionar brevemente un articulo de Alain Touraine en el que hablaba de “la globalización como ideología” y afirma que: “Lo importante es realizar un cambio de conceptos y abandonar la ilusión de una sociedad liberal, es decir, reducida a un conjunto de mercados; abandonar pues, el peligroso sueño de un estado reducido a la función de vigilante nocturno, como decían los liberales del siglo XIX, precisamente cuando necesitamos al estado para garantizar las transformaciones necesarias para preparar las inversiones a largo plazo y para cerrar las divisiones sociales.”

El término es difícil de definir pero, en cualquier caso, está determinado por dos variables:

Una se refiere a la globalización de carácter financiero que ha tenido lugar en el mundo al calor de dos fenómenos: los avances tecnológicos (Internet) y la apertura de los mercados de capitales.

El Banco de Pagos Internacionales ha estimado que las transacciones mundiales de dinero (en los distintos mercados de divisas) ascienden a alrededor de 1,9 billones de dólares (cuatro veces el PIB español) . Estos flujos de capitales han enriquecido y arruinado a muchos países, ya que la solvencia de sus divisas está en función de la entrada y salida de capitales. Y eso explica, en parte, crisis financieras como las de México, Rusia, el sudeste asiático y, actualmente, la española. De ahí que los movimientos contra la globalización hayan reivindicado el establecimiento de la llamada Tasa Tobin, que no es otra cosa que la creación de un impuesto que grave los movimientos de capitales .

Y la otra variable se refiere a las transacciones de bienes y servicios que se realizan a nivel mundial. En este caso, son los países pobres y los mayores productores de materias primas (que en muchos casos coinciden) los que reclaman apertura de fronteras, ya que tanto en Estados Unidos como en la UE existe un fuerte proteccionismo.

El fenómeno de la globalización comienza a gestarse en nuestro siglo, después de la segunda guerra mundial, se desarrolla en la década de los años 80 y alcanza su momento paradigmático en los años 90 del siglo pasado. La base de este proceso es claramente tecnológica y se ha manifestado en los últimos treinta años a través de una revolución sin precedentes en las comunicaciones mundiales, acelerando el intercambio de información entre los pueblos de distintas latitudes.

Esta facilidad de intercambio ha comenzado a desdibujar las fronteras, permitiendo la difusión veloz e indiscriminada de rasgos culturales desde los países dominantes hacia el resto del mundo e insertando valores ajenos a las realidades particulares.

A la globalización se la responsabiliza ya sea de todos los males o de todos los beneficios. Entre los beneficios se cita la más eficiente asignación de los recursos mundiales como resultado del libre comercio y de la libre movilidad del capital. Los consumidores se benefician de una mayor oferta de bienes y de servicios de menor costo y los inversionistas, por su parte, tienen mayores oportunidades de inversión y de diversificación del riesgo. Los países en desarrollo tienen así acceso a volúmenes más elevados de inversión y tecnología. Por lo tanto, la globalización daría como resultado un aumento generalizado de la productividad y del bienestar a consecuencia de una división internacional más eficiente del trabajo.

Las posiciones pesimistas, por su parte, ponen el énfasis en los riesgos de una mayor competencia global. Los países ricos verían sus niveles de empleo y de ingreso amenazados por los países en desarrollo y éstos, a su vez, correrían el riesgo de marginarse del proceso de globalización si no logran atraer suficientes volúmenes de capital que permitan un aumento continuo de su productividad, lo cual depende de un conjunto de factores, entre los que cuentan la estabilidad macroeconómica, la capacidad de predecir el comportamiento del tipo de cambio, la apertura externa, la productividad y costo de la mano de obra, la calidad y transparencia del sistema regulativo y la localización de los mercados financieros.

En definitiva, el término “globalización” se ha convertido en un concepto impreciso en su uso cotidiano: es un simple catálogo de todo lo que pueda sonar a novedad, ya sean los avances en la tecnología de la información, el uso generalizado del transporte, la especulación financiera, el creciente flujo internacional del capital, el comercio masivo, el calentamiento global, la ingeniería genética, el poder de las empresas multinacionales, la nueva división y movilidad internacional del trabajo, la merma del poder de los Estados-nación, etc..

Pero la cuestión va más allá del uso adecuado o no del concepto y las definiciones: intelectualmente, la ambigüedad en la utilización del término empaña cualquier intento de distinguir la causa del efecto, a la hora de analizar lo que se está haciendo, el porqué se está haciendo, quién lo está haciendo, a quién se lo está haciendo, y sus consecuencias.

III. Los estados en el escenario de la globalización

Un aspecto de vital importancia a considerar es el relativo a la globalización y sus efectos en la capacidad de acción y autonomía de los Estados.

La globalización ha trastornado casi todos los compromisos sociales sobre los que se basa el equilibrio entre lo económico, político y social. Ha modificado profundamente la relación de las poblaciones con el espacio y el tiempo. La dispersión de los lugares de decisión económica ha debilitado la territorialidad, entendida como principio de control sobre los hombres y las cosas en un espacio delimitado por fronteras.

No sólo las organizaciones con bases nacionales (sindicatos, entidades locales, municipios, parlamentos, etc.) no pueden influir sobre los grandes cambios que las afectan, sino que el auge de la economía informal ya no se circunscribe a los países.

Gran parte de los intercambios escapa al control oficial y se burla de las fronteras, reduciendo así las capacidades de regulación asociadas al territorio.

El tiempo mundial de la economía y de la transacción financiera se superpone al tiempo local de la ciudad, la región, el estado, dominándolo.

En la nueva situación internacional se perfilan rasgos inusuales, que son determinantes en la regulación de las relaciones internacionales, entre ellos:

– Concentración económica en unos pocos países o bloques comerciales. La economía se regionaliza y la base productiva real se reduce cada vez más.

-Concentración del poderío militar en determinados países o bloques. Creación de los centros de poder.

– Cambios tecnológicos vertiginosos.

-Globalización y liberalización de los mercados financieros. Volatilización del capital.

Las relaciones causa-efecto se manifiestan cada vez más en lo siguiente:

-Intercambio cada vez más rápido de la información mediante las nuevas tecnologías.

– La soberanía de los Estados se hace cada vez más un concepto difuso y elástico.

– El auge de identificaciones comunitarias basadas en elementos lingüísticos, étnicos, religiosos, y la afirmación de micro particularismos a escalas cada vez más reducidas conducen a la fragmentación de lo político.

– Al mismo tiempo, el rebrote de lo sagrado, su perversión por parte de las sectas y los fundamentalismos de todo tipo tienen cada vez una mayor función en la escena mundial.

– Por último, el aumento de los flujos migratorios y del número de personas desplazadas en su propio país acentúa estos fenómenos de multiplicación y diversificación de las adhesiones políticas, desconectadas de la idea de soberanía nacional.

En éste marco, como ya enunciamos, las relaciones internacionales van evolucionando hacia un proceso, en el cual se deshace el concepto de un mundo formado por Estados-naciones, con su rasgo de territorialidad, ya que los países van perdiendo su autoridad; y va surgiendo un sistema global contemporáneo en el que las decisiones las toman otros actores internacionales más complejos, multinacionales y colectivos.

Dichos actores internacionales, llámense Unión Europea (UE), Organización Mundial del Comercio (OMC), Organización de Tratados del Atlántico Norte (OTAN), Organización de Naciones Unidas (ONU), Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial (BM), Banco de los Pagos Internacionales (BPI), Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), entre otros, se constituyen en entes más fuertes que los Estados-naciones, igual desde el punto de vista decisorio, como depositarios de atributos soberanos especiales, pues como ha señalado Manuel CASTELLS, “el estado-nación es cada vez más impotente para controlar la política monetaria, decidir su presupuesto, organizar la producción y el comercio, recabar los impuestos sobre sociedades y cumplir sus compromisos para proporcionar prestaciones sociales. En suma, ha perdido la mayor parte de su poder económico” .

Son entidades suprasoberanas del sistema global que han realizado su acumulación de poder manejando recursos que anulan o neutralizan los de los Estados, y les permite la imposición de políticas colectivas a los Estados individuales, erosionando sus entidades soberanas.

Siendo así, ocurre que las relaciones internacionales en los momentos actuales, carecen poco a poco de un anclaje territorial, se produce una redefinición temporal de los grandes parámetros de la vida política como consecuencia de la globalización, y los conceptos “relaciones internacionales” y “relaciones interestatales” se separan cada vez más, por lo tanto los estados mantienen a un nivel formal su soberanía, a la vez que pierden su autonomía, entendida ésta última como el poder del Estado para articular y alcanzar independientemente objetivos políticos sin interferencia de factores externos.

Por tanto, el Estado quizás ya no es más que un organismo como los demás, que compite con organismos “libres de soberanía” que buscan los medios de conseguir su bienestar y seguridad por vías diferentes de las de la ciudadanía.

En este contexto, no deja de resultar provocativo plantear la hipótesis de que varios de los organismos internacionales van transformándose en algo parecido a embriones o piezas fragmentarias de una especie de “estado-global”.

IV. El estado del bienestar en la globalización

Uno de los principales efectos de esta nueva realidad, es que el Estado en el sistema económico contemporáneo, ha abandonado su “rol empresarial”, y su participación activa en el mundo de la producción de bienes y servicios. Cada vez y en mayor medida, se va desprendiendo de ellas a través de los procesos de las privatizaciones, para quedarse solamente con aquellos servicios ineludibles que afectan a la educación, la salud, la seguridad, etc..

Atendiendo a lo que venimos expresando, no parece razonable dudar que si bien no se puede volver al Estado “invasor” o “paternalista”, tampoco podemos aceptar el Estado “desertor” o “abstencionista”, porque si el Estado “invasor y paternalista”, sofoca y ahoga a la sociedad, el Estado “abstencionista y desertor”, condena a grandes sectores de la misma, especialmente a los más débiles, a la frustración humana y a la marginación, por un sistema de poderes económicos que los expulsa de un nivel de vida que respete aunque sea mínimamente la dignidad humana.

En las circunstancias económicas contemporáneas, es preciso reafirmar categóricamente, al Estado “garante”, que para ser tal, necesita ser un Estado “fuerte”, capaz de asegurar con firmeza las reglas de juego para el bienestar general, frente a los abusos de las nuevas y crecientes concentraciones de poderes corporativos, principalmente de carácter económico. Desde la perspectiva política, se percibe como imperiosa la creencia diariamente constatada, de la progresiva merma y relativización del anterior concepto de soberanía, como cualidad del Poder y del Estado, que ahora ya no se ejerce aisladamente, “amuralladamente”, sino que al crecer las relaciones interestatales, se ejerce más compartida y concertadamente, con las limitaciones impuestas no sólo desde el Derecho Internacional Público, sino desde el llamado Derecho Comunitario que establece la Integración Interestatal o la Unión de Estados, con sus propias instituciones gubernamentales, siempre guiado por la idea de la cooperación en el logro del fin de toda sociedad política, el bien común, que trascendiendo la magnitud nacional, va firmemente adquiriendo una dimensión regional y aún continental.

En definitiva, debemos ser conscientes de que nos encontramos frente a las amplias repercusiones de la globalización en los diversos aspectos de nuestra vida, y también debemos saber que se ha instalado en nuestro tiempo, como un hecho irreversible. Pero esta globalización estabulada no funciona, porque no conlleva globalidad.

Como señala Mesa-Lago , la globalización ha significado la expansión del papel del mercado, con la consiguiente reducción del tamaño y funciones del Estado que pasa de un papel preponderante a uno secundario. Y las medidas económicas que, a este efecto, se contemplan son: recortes en el empleo público, desregulación, descentralización administrativa, privatización de empresas y servicios públicos, estímulo a la competencia, disminución de los gastos fiscales, cambio e incremento de impuestos, liberalización de los precios, promoción a las exportaciones no tradicionales, apertura al comercio mundial y al capital extranjero.

La única manera de resolver esta espiral perversa es introduciendo mecanismos de intervención públicos de diversa índole. Así, se ha hecho en los países ricos, con las políticas regionales, sistemas fiscales progresivos y de gasto público dirigidos a los sectores y regiones menos favorecidos. En la Unión Europea también se dan mecanismos de compensación con los Fondos estructurales y de cohesión. Pero estas políticas, hoy en día en cierta decadencia, apenas existen en los países menos desarrollados y son inexistentes a escala internacional. La globalización que es el triunfo del mercado frente a las instituciones provoca mayor disparidad, tanto en el interior de los países ricos, como entre los países.

En definitiva, la globalización supone una debilitación profunda del Estado del bienestar, que en ningún caso se corresponde con el nivel económico y tecnológico alcanzado, pues produce el aumento de la desigualdad y de las privaciones, al tiempo que supone un recorte a los derechos de ciudadanía que en determinados países desarrollados, como es el caso de España y toda Europa en general, se habían conseguido, y cuyos avances se encuentran en regresión. El predominio del mercado va en detrimento de estos derechos, como también de lo público que retrocede ante el “gran capital”, al igual que la capacidad de decisión del Estado, que queda mermada y que la intervención de los ciudadanos en la vida política.

V. Conclusión

Una vez que hemos tomado consciencia de las muchas repercusiones de la globalización en los diversos aspectos de nuestra vida, y teniendo en cuenta que se ha instalado en nuestro tiempo como un hecho irreversible, al igual que la integración paulatina de los Estados a fin de afrontar la indispensable cooperación para superar nuevos desafíos que trascienden los marcos de las fronteras, es hora de que nuestros legisladores asuman que ambos procesos, la globalización y la integración, no pueden quedar exclusivamente en manos de los economistas, y que son ellos los que deben asumir las responsabilidades en ambos casos, para configurar las nuevas estructuras y mecanismos que posibiliten el encauzamiento de los mismos hacia el objetivo de una mayor igualdad y bienestar social de todos los ciudadanos.

El proceso de globalización no está dirigido por la acción de la “mano invisible” que propugna Adam Smith, sino por personas físicas o jurídicas determinadas, por lo que sus efectos dependen en última instancia de la conducta humana. Para la generación de riqueza mundial es necesario que haya mercados que compitan, siendo a la vez indispensable la regulación efectiva a través de organismos supra-nacionales con la suficiente autoridad para hacer cumplir leyes que promuevan el bien común internacional, una distribución equitativa de las riquezas y favorecer el desarrollo de los más débiles.

La globalización en sí misma no es mala pues, como todo fenómeno social o histórico, sus consecuencias dependen de las personas, y en especial, de aquellos que tienen responsabilidades en la dirección de las naciones.

En el fondo, el gran desafío que nos formula la globalización, en este nuevo siglo, es realizar una estrategia inteligente e imaginativa para maximizar todas sus grandes posibilidades, y minimizar sus graves riesgos y peligros.

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