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Estampas sevillanas: La sonrisa de Argantonio

Estampas sevillanas: La sonrisa de Argantonio

Unos marineros griegos –ellos no sabían entonces que eran griegos, pero el epíteto es una cortesía que les otorga el futuro como compensación por muchos otros olvidos- vislumbraban a lo largo del horizonte el estrecho de Gibraltar.

 Se apresura a aclarar el Autor que estos marineros no eran como los actuales profesionales que conocen la línea de sus rutas, definidas por mapas mil veces confrontados con el océano y la cartografía, además de poseer medios técnicos y de comunicación que convierten su periplo en un dócil recorrido de seguridades y previsiones. Se arrepiente de haber empleado una denominación vagamente laboral cuando no abiertamente administrativa a la hora de referirse a hombres que abandonan durante años -quizás para siempre- sus hogares, fletando una nave sujeta con cordajes y clavos, calafateada de brea, toda frágiles armazones y maderos, con el propósito de recorrer larguísimas distancias a través de un mar caprichoso y vengativo, y ante costas no siempre hospitalarias, para afrontar corrientes imprevistas, escollos desconocidos y vientos traidores, guiados únicamente por el resplandor del sol y de las estrellas, y ayudados de difusos mapas que les ofrecen tantas leyendas como puertos de abrigo y comercio.

 Llamémoslos marinos Y quizás el término navegante o expedicionario convenga más a la intrepidez y camaradería que se exige de los tripulantes. Queda descartada la palabra aventurero, demasiado cercana en estos tiempos a la irresponsabilidad o la evasión y ajena por tanto a la dignidad, la capacidad de sacrificio, el tesón y el coraje de esos hombres.

 El mar se estrechaba y los dos continentes inmemorialmente separados probaban a hermanarse y se acercaban, oteándose con desconfianza. Surgía entonces en el horizonte, como emergiendo del mar, una gran roca que se elevaba, al principio solitaria, aunque luego se divisaba un brazo de mar que la unía a tierra firme. Más tarde, otra montaña, ésta al sur, saludaba a la nave intrépida. Pero el hermanamiento no llegaba a producirse, los continentes renunciaban al abrazo y se abría ante la vista el océano unánime. No aparecen esas dos señales por casualidad, los antiguos lo sabían, el azar es una ilusión y el destino no se limita a actuar en momentos aislados, sino que merece consideración y actúa a fondo en este globo que tantos afanes acumula. Ambas siluetas de piedra, a la cabeza de sus continentes, tienen su propósito y se las designó por marinos anteriores a estos que ahora las contemplaban, como hitos del fin de la tierra, la boca del más allá. A partir de sus columnas enhiestas, el mar dificultosamente conocido daba paso al océano ignoto y ruidoso. Ambas efigies atestiguaban como marcas el hecho y avisaban a los navegantes del peligro. Para demostrar lo acertado de su juicio y dado que no se conocían entonces las autoridades especializadas ni los informes oficiales, los antiguos se limitaron a convocar la participación de un héroe semidivino y mundialmente aceptado, el archifamoso Hércules.

La nave ha cruzado el estrecho casi a remolque del viento levante, cuya fuerza ha habido que mitigar recogiendo velas, y se apresura a ir bordeando la costa de la bahía norte, no sea que un mal viento o una resaca demasiado fuerte la arrastre al vacío del Poniente. Que existan tierras o haya otras orillas más allá de semejante masa de agua parece difícil, vista su extensión. De todos es sabido que el mundo ha de tener límites, como los tiene la propia vida, como ha establecido en cada ser la propia naturaleza. Sospecha el autor que sin ayuda de los barcos, los hombres no habrían hallado nunca esos lugares remotos y que tal vez el Hacedor nos regaló el Edén para nuestro disfrute pero se reservó América para pasear y contemplar su Creación. Sin embargo, sus ruidosas criaturas decidieron que el mar no era su límite, convirtieron las aguas en caminos y se encaramaron a sus veleros hasta extenderse por el orbe de modo que la Divinidad optó por irse. Todo esto debiera estar explicado, tal vez lo está, pero no se conserva o lo hace en alguna lengua olvidada. No se nos escapa que la última vez que Dios se manifestó lo hizo en arameo, hoy en desuso. Es posible que nuestras lenguas modernas no le digan nada, lo que aligera mucho esta labor prosística, visto que no ha de tener trascendencia en el más allá.

 El capitán de la tripulación se llamaba Kolaios y fue él quien ordenó seguir adelante hasta dar con algún puerto de abrigo. Llegaron a la desembocadura de un río de color azul intenso, y adentrándose en él, llegaron a una isla fluvial, donde se levantaba una ciudad rodeada de naranjales y trigos. Cómo se entretiene el autor en celebrar la alegría de los cansados hombres, y en describir la pacífica y bella ciudad, pero tememos que la imaginación suple las carencias documentales y preferimos cotejar aquí el previsible alivio de los marinos con la expectación que crea su llegada en los habitantes de la ciudad soleada, que contemplan el barco extranjero con curiosidad y reciben a los navegantes con gran alboroto.

 -¡Somos comerciantes! –proclama Kolaios en una lengua que supone nativa o al menos similar a las de aquellos lugares. En realidad, prueba con el fenicio también, y tantea dialectos de pueblos de la península que conoce. Hasta que los ciudadanos de Tarsis (¿ah, se llama Tarsis?) se dan por enterados y le indican con más regocijo que explicaciones cuál es el idioma en que pueden entenderse. Por supuesto en su proclamación mercantil ha hecho grandes aspavientos con las mercancías en la mano para que se compruebe su talante negociador, que no corsario -si es que ambas actividades pueden deslindarse-.

La acogida es calurosa y pronto se ofrece a los hombres comida y bebida fresca para que se restablezcan de sus padecimientos, en medio de música y juegos que los griegos reciben de mil amores. Y qué de cosas traen, cuando llega la ocasión de mostrar sus bodegas, qué de piezas de alfarería y de bronce, de telares y especias traídas del oriente, que los ciudadanos observan y compran. El entusiasmo y la novedad de la gente se desborda ante el género ofrecido. Las mujeres hermosean con la diversión de las prendas y abalorios, los hombres admiran los útiles y la cerámica.

 La leyenda que recogerá Posidonio, escritor casi hundido en los anales del mismo Tiempo que pretendió recoger en sus libros, dice que los habitantes de la ciudad poseían “la sonrisa de los reyes”, la sonrisa abierta de la libertad.

 Y llega hasta el puerto el rey del país, el abuelo Argantonio, anciano de barba venerable, que siente curiosidad por los extranjeros venidos del confín. Su porte gastado apenas alcanza la consideración de regio, pero se le adora. Claro que entonces, en aquellos tiempos inocentes, opina el autor que los portes regios no exigían la calidad de nuestros días. Hoy, un perfil regio es casi una obra de arte y, como tal, ha de amoldarse a sus propias leyes y medidas. Hoy la efigie de realeza necesita el cruce de sangres delineadas con esmero y paciencia, el protocolo de los palacios, la esperanza de las princesas, un comercio de alianzas y regalos, una velada sombra de deslices e intrigas, un lecho real, recepciones y prudencias que un día la historia, ese catálogo de nombres huecos, recogerá. Pero mientras el porte regio existe, los cortesanos y el pueblo aprecian la calidad y bondad de sus líneas, la piel delicada del linaje, el atisbo genuino del poder cuyo galardón han de ser los perfumes y comodidades más selectos. En los tiempos primordiales, en cambio, le bastaba al rey el título para hacer su voluntad soberana, sin enmiendas ni ambages. Pero este rey anciano apenas deja de sonreír y alienta al capitán de la nave a contarle sus hazañas y mostrarle sus tesoros.

 La noche es una fiesta a la luz de la luna y las fogatas, con cánticos y bailes, con adoración a los dioses y deleites de bebidas y risas. Surge la ocasión para los claroscuros del amor, el ritmo de los ensueños y la algazara propiciadora de concordias.  Argantonio agasaja al joven capitán con su participación en los ritos divinos y el sacrificio a los dioses tutelares, lo que da pie al Autor a especular que no hay Dios sin ceremonia y que la Divinidad siempre ha adolecido de cierta tendencia protocolaria que los sacerdotes llevan miles de años puliendo.

Dejamos que el autor se complazca en los premios y venturas que la Fortuna había deparado a los marinos esos días, porque sucedían cosas que los maravillaban. Pudieron ver cómo los pescadores de las almadrabas llenaban sus redes al primer intento. La prosperidad germinaba en los trigales y huertas, haciendo brotar preciosas granadas y las más jugosas guindas. Todo parecía pertenecer a un mundo recién creado. Maduraron limones dulces como la miel, más amarillos y lustrosos que el oro puro. El propio océano, de un azul vivísimo, regalaba su espuma salobre a las playas, donde acababa cristalizándose en caracolas cantarinas y estrellas de mar El cielo se transformaba cada mediodía en mármol pulido. Los delfines acudían a jugar con los niños en las playas. En los bosques enhiestos, el polen rociaba con sus copos amargos el aire matinal y su pujanza soberbia fecundaba con delicia las gramíneas laderas. Los albatros y alcaravanes sobrevolaban juntos los saladares dormidos en los rojos atardeceres, dibujando círculos. Los carneros engordaban de sólo mirarlos y los cañaverales se elevaban como las columnas de nácar de antiguos templos silvestres. El océano se volvió transparente y su fondo de plata parecía un espejo donde podía contemplarse el movimiento de las nubes en el espacio. Las tormentas primaverales se diluían en goterones de almíbar y caían sobre los olivos y las encinas, que en las noches de luna se dirían estrellas disecadas, de obsidiana, esmeraldas y ópalos. Caballos y yeguas trotaban en las praderas, libres como los cirros que perseguían. Las flores, amarteladas, desnudaban sus cálices para coronarlos con pétalos de un colorido vivo, intenso, rayano en la fábula. Los alfareros creaban cántaros majestuosos donde los vinos añejos se tornaban ambrosías y los vinos nuevos sabían a néctar de frutas. Los toros rojos del valle semejaban trozos de un crepúsculo púrpura que hubieran venido a pacer al césped. En calles y plazas, los muchachos cantaban romanzas que encendían el fuego del amor en los pechos de las jóvenes.

Y por fin llegamos al momento dramático que el Autor ha ido preparando cuidadosamente a través de sus páginas y consiste en el deseo que manifiestan la mayoría de los marinos de instalarse allí donde se les ha dispensado tan grata acogida. Se han reunido todos los hombres en el barco y su capitán, Kolaios, les oye concebir planes sobre una nueva patria. Antes que aventurarse una vez más por un mar hostil para encontrar quién sabe qué en su ciudad natal, amenazada por los persas, con sus ejércitos innumerables, prefieren instalarse en aquella tierra de promisión a la que el destino les ha conducido. Ahora tienen cobijo y seguridad, amistades, amores, todo aquello por lo que merece la pena vivir.

Kolaios les atiende, oye sus esperanzas y temores, y aunque emplean parcas palabras y las pobres expresiones propias de los trabajadores sencillos, aprecia la maravilla que convocan con sus torpes discursos. También a él le corresponde hablar, todos le respetan y están dispuestos a escuchar su opinión experta. Se levanta tranquilo y mira a sus camaradas a los ojos. Sus palabras no son más altas que las de ellos y su semblante es el del mismo buen capitán que todos conocen. Habla con la calma y el afecto que todos esperan y dice de esta manera pacífica que él no ama menos aquel lugar que ellos, ni es más pequeña su gratitud al rey anciano al que el azar les ha conducido. Pero recuerda que su ciudad natal está en peligro y que allí dejaron a sus familias y sus seres queridos, los que ahora padecen la amenaza persa. Claro que le gustaría quedarse a disfrutar de la paz y la concordia de esa tierra bendita que los acoge, pero piensa que no podría vivir tranquilo sabiendo que ha abandonado a su suerte a los que ama. No son animales que sólo buscan el placer, sino hombres, y por eso se deben a sus familias y a su ciudad. Salieron de la patria para buscar ayuda y con ese fin han arriesgado sus vidas. Si ahora no regresan con el dinero que Argantonio les ha ofrecido, ¿en qué se convertirán? No está en su mano adivinar el destino, lo único que puede hacer es comportarse como un hombre.

Así termina la reunión de los marinos y poco más queda por decir. Han reflexionado y han tomado una decisión. Y en pocos días el barco se hace de nuevo a la mar y los navegantes vuelven a sus oficios. Se despiden pesarosos en el puerto y contemplan aquel lugar al que nunca volverán, un poco mitificado ya en sus corazones, cargados con la plata que el rey les ha dado para socorrer a su ciudad. Y no pueden entretenerse, la travesía será larga, los vientos fuertes, las corrientes violentas, los barcos enemigos pueden merodear. Un vistazo nada más y de nuevo al mar y sus tribulaciones. De modo que a las velas, a los cordajes, al trabajo…

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