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Estampas sevillanas: La Cabeza de Diana

El pasado 17 de mayo presenté en la sede colegial una novela titulada La cabeza de Diana, publicada por Guadalturia Ediciones. Para cubrir las primeras preguntas que el lector pueda hacerse sobre su contenido, dejo aquí la sinopsis:

“Septiembre de 1940. Durante la batalla de Inglaterra, cuando Londres sufre los más feroces bombardeos de la Luftwaffe, circula por el mercado negro una estatua robada, la cabeza de Diana.

La policía sospecha que ha caído en manos del espía alemán más esquivo y peligroso, apodado en clave el Barón.

Por eso Emma Wells, una experta en arte antiguo de Oxford, viaja a Londres para buscar e identificar la cabeza de Diana. Pero no persigue sólo la estatua, sino un antiguo amor.

Y no sabe que su indagación la enfrentará a tahúres, asesinos, nobles decadentes, la más radiante amistad, un capitán español… y a sus propios miedos y deseos. Conocerá “todos los rincones de los bajos fondos donde el pecado tenía una oportunidad”.

Relato de aventuras, historia detectivesca, secreta historia de amor y fábula sobre las pasiones que labran nuestra vida, esta novela ofrece un deslumbrante mosaico del momento histórico y una reflexión sobre la eterna lucha entre el deseo y la realidad.”

La presentación me preocupaba. Sin juramento puedes creer que era mi puesta de largo editorial y la primera vez que me exponía a ese viejo verdugo que llaman público. ¿Nervios? No. Sólo adelgacé cuatro kilos en una semana. Mark Twain puso un cartel: “A las siete y media se abrirán las puertas. A las ocho empezarán los problemas”. El decano, José Joaquín Gallardo, aceptó presidir el acto, en un gesto de magnanimidad napoleónica. El editor se mostraba tan plácido y tranquilo como una mañana de primavera. Incluso el presentador del libro, mi amigo José María Sánchez-Ros, recibía mis emails llenos de zozobra y lúgubres como el clavo de un ataúd con una sonrisa cervantina. Pero yo sólo vaticinaba catástrofes y no hallé lugar donde posar los ojos que no fuera augurio de problemas. No paraba de contrastar las imágenes de mi fantasía (suspiros, quimeras) con el sólido edificio del colegio, tan robusto y sólido, tan seguro de sí mismo. Por eso redacté mi saludo en defensa propia, tratando de pedir disculpas, e intenté convencer al público de la estrecha relación que existe entre el derecho y la literatura.

Argumenté que las letras y la ley están íntimamente unidos, porque ambos campos tratan de lo mismo: los conflictos humanos. La literatura celebra al hombre como espectáculo, en su infinita variedad; el derecho trata de poner orden en la función. Mientras la literatura busca el goce estético, el derecho señala como una brújula ese norte magnético que nadie conoce que es la justicia. También la literatura tiene una ética interior, trate el tema que trate, que le exige que el desarrollo justifique el desenlace. Al contrario que en la vida, donde tantas veces el fin justifica los medios, aquí son los medios los que deben provocar el resultado.

La literatura surge para describir las chispas del choque de unos con otros. El derecho, en cambio, se lanza a apagar el fuego. Por eso el derecho nunca será una ciencia y la literatura no puede acabarse nunca: porque los dos van encadenados a esa materia inestable y contradictoria que es el ser humano.

Como iba diciendo, donde hay dos personas surgen los conflictos y el intento de arreglarlos. Robinson Crusoe podía comportarse como un rey o un dios mientras estaba solo en la isla, pero en cuanto se encontró con Viernes, tuvo que establecer una forma de convivencia.

Otra cosa es que las leyes se obedezcan. Pensemos en Adán y Eva, los dos primeros seres humanos de los que tenemos noticia, noticia documentada, lo que sabemos de ellos es que se les impuso una sola norma, una prohibición: podéis hacer lo que queráis en el Paraíso, pero no comáis las manzanas del árbol de la ciencia. Curiosamente en la única escena que protagonizan Adán y Eva en la Biblia, lo que hicieron fue probar la manzana. No se menciona que comieran otra cosa. Su dieta alimenticia eran las manzanas. A la segunda generación no le fue mejor. Imagínense: Caín y Abel. Abel no supo hacer amigos. Caín no supo tener enemigos. Caín fue un rebelde, un precursor, antes de que existiera ninguna ley ya la había quebrantado. Asesinó sin esperar a que un legislador hubiera tipificado el asesinato.

En el fondo, los diez mandamientos son un resumen exhaustivo de la historia humana, donde se pulsan todos los resortes y los actos de la gente. Como mandamientos no resultaron muy observados, creo que Moisés pudo haberlos llamado Las diez sugerencias.

Cuando yo estudiaba derecho no era consciente de que aquellas asignaturas me estaban ayudando a entender la vida. El derecho no es una cosa que haga volar la imaginación o levante pasiones en un muchacho. No te desvelas de madrugada y te asomas a mirar las estrellas diciendo “he descubierto el arrendamiento”. A uno le quita el sueño una melodía o Romero y Julieta. El derecho lo que sí te ofrece es algo extraño y casi profético, que habrá de acompañarte hasta el final: una visión adulta de la vida.

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