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El hábito no hace al monje

Abomino de quienes, con cuarto y mitad de petulancia, desprecian el refranero español, tildándolo de sabiduría plebeya, de gramática parda, ayuna de rigor y propia de personas incultas. Por el contrario, pienso que el refrán encierra toda la filosofía, si bien divulgada para ser entendida por todos. El refranero, rara vez induce al error. Sus sentencias son reglas de vida acertadas que, como toda regla, admite su excepción. Yo procuro seguirlo.

Digo esto porque quiero referirme al muy conocido refrán que reza: “El habito no hace al monje”. Quiero interpretar el dicho en el sentido de que no debemos juzgar a una persona por su apariencia o por los signos exteriores de que vaya provisto.

Me ocurrió hace años. Era un sábado y, como todos ellos, me dispuse a pasar el día en el campo, una pequeña finca que poseo cerca de Sevilla. Como es natural, mi indumentaria era la apropiada para engolfarme en mi pequeña huerta, cavando, regando y los etcéteras que queráis añadir. Como resultado y consecuencia de ello, la camisa, que iba limpia, presentaba a ambos lados los churretes de tierra que traían su causa de limpiarme las manos; los viejos vaqueros señalaban con fidelidad que me había arrodillado sobre la tierra húmeda; las botas, impolutas al llegar, quedaron embadurnadas de barro; mis uñas, de trajinar con la tierra, se habían teñido con un ribete de luto. El pelo, lavado y peinado, se había acamado por el viento, como la mies, con mechones a un lado y a otro de la cabeza.

Así, de esta guisa, volví al atardecer. Como era mi costumbre, hice parada en una cafetería cercana a los Juzgados para tomar un refrigerio. En la barra, además de yo, una familia de raza gitana: Un matrimonio de ya madura edad y una jovencita, que llamaba la atención por su provocativa vestimenta, que dejaba ocultos sólo un cuarto y mitad de sus brillantes, morenos y generosos pechos.

El camarero, que me conocía, se acercó a mí y me dijo:

-Esta gente anda buscando un abogado, porque el furgón trae ahora detenido a un hijo al Juzgado de Guardia.-

-Bueno, Francisco, -le dije-: Ahí están de guardia unos compañeros que le pueden atender.-

-Sí, Don Enrique…Pero traen un testigo que puede aclarar que el muchacho no tuvo nada que ver, y quieren que declare.-

-Vale. Voy a hablar con los abogados que están de guardia para que, en su momento, adviertan al Juez que en la puerta está una persona que puede darle una coartada.-

Sin hablar con la familia gitana, me dirigí a la Audiencia y hablé con los compañeros. Quedaron enterados y advertidos de llamar la atención sobre ello. Y volví a la cafetería. Entonces sí me puse en contacto con los familiares, explicándoles la gestión que había hecho en su favor, desinteresadamente por supuesto.

Fue entonces cuando la joven se dirigió a sus padres, diciendo:

-Papa, vámonos “par Jusgao”, y no eches cuenta de lo que te está chamullando éste. ¿Tu te crees que este tío, con la pinta que tiene, es “abogao”?-

No pude reprimirme, aun comprendiéndola en cierta medida:

-Mire Vd., señorita: Si yo tuviera que juzgarla por cómo viene vestida, se sentiría Vd. y sus padres totalmente insultados.

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