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El cibercrimen y la ciberdelincuencia de género

El cibercrimen y la ciberdelincuencia de género

Vivimos en la era digital. La conexión móvil y constante afecta de manera muy significativa nuestra vida personal y también la profesional, hasta tal punto que ya asumimos como normal estar permanentemente en conexión y permanentemente comunicando con una persona, varias, o muchas a la vez. Y, lo que es peor, nuestra clientela  también lo asume.

El  uso de Internet por un lado nos potencia a nivel de ciudadanía, como personas activas a nivel social y político, también facilita -y multiplica- nuestras relaciones,  así como nuestro acceso a la información y nuestra capacidad de comunicación, algo muy  importante a nivel profesional. Además, por otro lado, determinados servicios y usos de internet nos presentan ante los demás: muestran nuestras opiniones, nuestros conocimientos, incluso nuestra estética. La combinación de ambos fenómenos hace que podamos decir que actualmente internet determina en buena parte nuestra propia identidad a la vez que nuestra vida cotidiana.

Pero no todo es bueno, tanta conexión y tan veloz,  el auge de las redes sociales y su capacidad de afectarnos aunque no formásemos parte de ellas,  nos hace permanentemente vulnerables. Si antes nuestros padres y madres nos alertaban sobre los peligros que existían en la calle, ahora hay que alertar, además, sobre los peligros que se corren incluso sin salir de la casa o del despacho,   facilitados  por actividades que se llevan a cabo en una aparente soledad, como son los contactos  a través de redes o envíos de  mails o whatsapps. En cualquier momento podemos sufrir un crimen a través de internet, o puede sufrirlo alguien de nuestro entorno.

Los ataques usando las Tecnologías de la Información y de la Comunicación acaparan ya una parte importante de la atención policial y, aunque en menor medida, judicial.  Tal y como sucedía en el mundo pre-digital, primero se la ha dado importancia a los delitos patrimoniales cometidos a través de las Tecnologías de la Información y la Comunicación, como los daños en los equipos informáticos o las estafas indiferenciadas (phishing, web spoofing, pharming); pero  pronto se ha visto que  hay otros delitos de mayor impacto sobre las víctimas por afectar a derechos fundamentales como la libertad, intimidad, seguridad, la imagen o dignidad,  y que estos delitos suelen ser sufridos  por  mujeres y menores -especialmente niñas y chicas adolescentes-,  y cometidos por hombres con una conducta machista. También se ha detectado que  la imagen que de las mujeres se está difundiendo en la red  es la de objetos  para el uso y consumo masculino (estereotipos machistas, matrimonios serviles, criadas sexuales, clubs de alternes…) y, en muchas ocasiones, sobre todo en la red profunda  (Deep Web),  también se está difundiendo esa imagen respecto de nuestros niños y niñas (pornografía infantil, pedofilia). En esta red profunda, donde puede existir una importante sensación de anonimato por parte de los usuarios,  se encuentran  escenas brutales hacia todo tipo de personas y de animales, Ente ellas destacan por su frecuencia y gravedad escenas de violaciones a mujeres y niñas en las que la crueldad y la humillación son valores añadidos para los “consumidores”.

Por eso creo que actualmente además de poder hablar del grooming (captación de menores a través de internet para abusar sexualmente y, en no pocas ocasiones, para posteriormente explotarlos sexualmente) y del acoso a través de internet, como importantes formas específicas de cibercrimen en las que los derechos vulnerados no son patrimoniales,  podemos identificar un fenómeno amplio que afecta a mueres y niñas y  que es la ciberdelincuencia de género.

Dentro de esta delincuencia  de género a través de internet se encuentran las variadas conductas de hostigamiento a través de internet (ciberacoso por razón de género), pero también otras que pueden ser puntuales y a la vez demoledoras por causar consecuencias graves y, con frecuencia, de larga duración. No hay en ellas un proceso previo de hostigamiento que perciba la víctima, sino que son un ataque fulminante, tras el cual pueden desarrollarse consecuencias a muchos niveles y durante largo tiempo. Estas conductas  con frecuencia se combinan con violencia o contactos en el mundo no-digital, como en las agresiones sexuales grabadas y subidas a internet. En estos casos la víctima no tiene por qué haber sido acosada previamente, sino que directamente es agredida sexualmente, pero con el “aliciente” para el agresor de la posibilidad de inmortalizar el momento a través de la grabación y subida a plataformas como Youtube, Vimeo….  En otras ocasiones la víctima sufre de repente una suplantación de identidad  que la invalida a nivel laboral o social, al hacerla responsable de algo problemático, o se publican sin autorización imágenes íntimas que fueron tomadas previamente con consentimiento, o imágenes humillantes. También el espionaje o el desvelamiento de secretos accediendo sin autorización a los datos o programas de la víctima, tienen entidad propia, y, sobre todo el primero, puede desarrollarse durante mucho tiempo sin que la víctima se sienta acosada ni sospeche lo que está sucediendo. Y esto  es algo que, por desgracia, se está instalando como moda entre la juventud, especialmente en los hombres que sospechan que su pareja les esté siendo infiel, y tienen a su alcance numerosas aplicaciones para espiar los dispositivos de su pareja e incluso, en ocasiones, no tienen ni que usar aplicaciones que desvelen las claves de seguridad de los mails, pues conocen la contraseña. Por sus conductas parece que se está integrando en las nuevas generaciones la idea peligrosa de que lo que puede hacerse a nivel técnico está permitido legalmente o, en todo caso, no van a ser juzgados por ello.

 Frente a estos delitos los y las juristas tenemos que actualizar nuestra formación, integrando, no solo conocimientos específicos para atender a víctimas, sino también conocimientos técnicos imprescindibles para que podamos entendernos con  asesores o asesoras  y peritos informáticos. Porque el modis operandi ha cambiado y la prueba ineludible en el siglo XXI es electrónica.

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