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Clientes

En esta página, que la benevolencia del Consejo de Redacción de esta Revista me tiene reservada, me habré referido en anteriores ocasiones, con toda seguridad, a la diversidad de caracteres y temperamentos humanos que desfilan ante la vida de un abogado. ¡Qué no habremos oído en ese confesionario que es nuestro despacho! Cierto es que existe una prevención, un temor con visos ancestrales, a acudir al abogado. El vulgo justifica esta reluctancia con la leyenda negra que rodea la figura de este servidor de la Justicia, al que identifica como a un fino y hábil extractor de billetes de su cartera, amén de enredador consumado. No cabe error más craso. Si la dignidad de nuestra profesión, que debemos preservar por encima de todo, no lo impidiera, acaso fuera conveniente divulgar la realidad en la que se desenvuelve la vida de muchos letrados, entregados con abnegación y desvelos a la defensa de los intereses de sus clientes para a la postre ser pagados, con dolorosa frecuencia, con la triste remuneración de la ingratitud. Ello, soslayando la referencia a tantos como viven encerrados en un círculo de necesidades forzosamente desatendidas, que tratan de disimular so la apariencia del decoro que exige la alta misión de su oficio.

Los que ya hemos cubierto la parte más larga de nuestro peregrinaje, si volvemos la vista atrás y nos miramos en las agridulces aguas de los recuerdos, veremos acudir a la llamada de nuestra evocación a una serie de personas que un día fueron nuestros clientes y que nos dejaron la huella, grabada a fuego en nuestra memoria, de un detalle, un gesto, un dicho o una ocurrencia. Así, a guisa de ejemplo, se me pone por delante la figura de aquel hombretón, corpulento y tosco, que acudió a mi despacho para confiarme la defensa de su caso. Le expuse, con cierta profusión y de forma clara, cuál era mi criterio sobre el mismo y el camino a seguir en su favor, y, durante mi discurso, me interrumpió varias veces, en tono cortante y con gesto resuelto.

– ¡Ni media, don Juan, ni media!– repetía.

Al principio me desconcerté ligeramente, pero el hábito de penetrar en la intención de la gente y de interpretar el sentido y alcance sus palabras, me llevaron a entender que lo que quería trasladarme era su convicción de que lo que yo le estaba diciendo era tan acertado e irrebatible que no admitía ni la mínima objeción de media palabra. ¡Ni media!

Tampoco se ha borrado del paisaje humano de mis experiencias aquella cliente, ya provecta, de rudimentarias entendederas y severa anorexia intelectual, pero que sabía sostenerse a flote en el alborotado mar de la vida. Disponía de un no menguado patrimonio, en parte heredado y en parte agenciado con su buen ojo para el trapicheo. Ya la había defendido yo en varios asuntos de distinto tenor procesal, cuando una tarde se personó en mi despacho.

– Vengo a que me arregle usted las uvas de la casa grande– me dijo.

Juro por las barbas de Jeremías que no entendí nada. Sabía que la “casa grande” era un vetusto caserón que tenía multiarrendado a varios inquilinos, contumaces en la mora, pero ignoraba a qué uvas pudiera referirse. Avisado ya de anteriores ocasiones, me dispuse a descifrar el sentido de sus expresiones, y así, indagando tesoneramente en sus palabras, alcancé a entender que donde yo interpretaba “las uvas”, ella quería decir “la suba”, y “la suba” era la subida. O sea, las cosas claras: que quería subir la renta a sus arrendatarios.

Para terminar el recorrido de hoy por los recuerdos, me detendré en el de Manuel, que era un hombre de pueblo, setentón mocito viejo, acomodado agricultor y avispado negociante, al que producía hondo dolor en su alma la eventualidad de tener que desembolsar algún dinero, pues era parvífico de suyo. Un día recibió una de las llamadas que más angustia puede causar a un ciudadano. Piensa, lector amigo, que un día llegas a tu casa, después de media jornada de agotadora tarea, solazándote con el anticipado goce de ojear el periódico y paladear una copa de buen vino mientras se dispone el almuerzo, y, antes de tomar el ascensor, abres, como sueles, el buzón y te encuentras un sobre con un membrete que te deja zurumbático : Agencia Tributaria.

Pues eso le ocurrió a Manuel. Recibió una citación de la Agencia Tributaria para inspeccionar su Declaración de la Renta de los últimos cuatro años. El mundo entero se precipitó sobre él. La certeza de que el avieso inspector que le correspondiera en mala suerte había de hurgar sañudamente en sus intimidades económicas, ávido de arrancarle los higadillos fiscales, le desasosegó hasta ponerlo al borde de la enfermedad. Me imploró que le acompañara en tan duro trance. No hubiera tenido yo el más ligero atisbo de conmiseración si hubiera desatendido tan angustiosa solicitud. Seleccioné y preparé la documentación con que habíamos de concurrir al suplicio, y le aconsejé que mientras yo lidiaba con el inspector, él esperara a la puerta del despacho donde se practicara la diligencia, y sólo entrara para firmar el acta. Así lo hicimos.

La cosa no salió mal. Yo había indicado al inspector que mi cliente se había sentido indispuesto y esperaba fuera. Salí a avisarle, para firmar.

–Manuel…

La lividez de su rostro y el perceptible temblorcillo de su osamenta hubiera conmovido al corazón más pétreo.

– Pase usted.

– ¿Que pase? ¡Más que estoy pasando!

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